El peso del mundo

Gabriel Brau Gelabert / Myriam Ybot

La pequeña se arrebujó entre las sábanas y reclamó con tono imperativo la lectura del cuento cotidiano con el que su madre mecía sus primeros sueños. En la cocina, la mujer sacudía los restos de la cena en el cubo de basura, tratando de no reaccionar a los alaridos infantiles.
Rosa se incorporó acalambrada, con una mano puesta en el costado mientras con la otra se apartaba los pelos de la cara, caray qué día tan largo. Estaba deseando terminar la jornada y tirarse en el sofá delante de la tele. Solo un ratito de encefalograma plano, y ya.
—¡Mami, ven-gaaaaaaaaaaaaaa!—volvió a exigir aquel cuarto y mitad de tirana a voz en cuello, con la energía de una central nuclear. La madre se admiraba de que su niña llegara a la noche tan espabilada y vital. Era búho, no le cabía la menor duda, menuda trabajera sacarla de la cama por las mañanas, a quién habría salido. No como ella, una alondra matutina que culminaba cada día, indefectiblemente, hecha unos zorros.
—No hace falta que grites, cariño, que esto no es Buckingham Palace. El agotamiento no era nunca impedimento para las bromas recurrentes, las mismas que había oído en su casa de chica, las mismas que repetiría su hija si se viera en el futuro en su misma situación… Mejor que no —musitó. Y se arrepintió de inmediato.
Se desanudó con parsimonia el mandil veteado de lamparones indelebles y se dirigió al dormitorio del que emergían los bocinazos. Allí estaba su Rosita, un personajillo de seis años que la miraba desafiante, con los brazos gordezuelos cruzados sobre el pecho y la cama llena de libros infantiles.
—¿Qué vamos a leer hoy? —preguntó antes de que su madre alcanzara siquiera el borde del lecho. El plural no era gratuito. Por alguna razón estaba convencida de que ella misma descifraba las letras de un abecedario que apenas empezaba a reconocer en los palotes de su cartilla escolar. A menudo frenaba la lectura para apretar el dedo contra una palabra y verbalizarla con convicción. No solía acertar pero le ponía tal empeño que la mujer aplaudía el esfuerzo con entusiasmo para incentivar su curiosidad y sus ganas de aprender.
Por toda respuesta, eligió de entre los volúmenes esparcidos por la colcha uno apaisado de portada colorida, titulado “Me llamo Asetu”, que formaba parte de la colección “Los Derechos del Niño”. Doce páginas de texto en letra de buen tamaño. Lo habían repasado juntas tantas veces que difícilmente se vería ralentizado por un exceso de interrupciones. Tal vez esta noche el ratito no se estiraría como un chicle…
Su gozo en un pozo. No había hecho sino recostarse con Rosita en el regazo, cuando esta, como si tuviera la munición preparada, señaló en la cubierta a una mujer negra que cargaba con un pequeño a las espaldas e inquirió con soniquete de burla:
—¿Por qué esa señora lleva a un niño metido en la mochila? ¿Es su merienda para el cole?— y soltó una risita desvergonzada.
Rosa lanzó un suspiro de paciencia. Hoy no iba a ser fácil…
—Es una mamá que lleva a su bebé amarrado con un pañuelo de colores para tener las manos libres y poder recoger el grano, que luego venderá o con el que preparará el pan y el gofio para su familia. Las mujeres en África, desde muy jovencitas, se convierten en el sostén de sus hogares; son responsables de asegurar que haya comida y agua en la mesa, se hacen cargo de la educación de los hijos y del cuidado de los mayores…
—¿Cómo nosotras, cuando visitamos a la abuela en la resi, que siempre dices que el tío Pablo ni se roza? —interrumpió la pequeña el torrente discursivo con voz soñolienta.
—Eso es —acarició la mejilla infantil y arrancó con la lectura —…después del verano, en clase había dos niños nuevos: una niña de Gambia y un niño de Marruecos. Al principio, todos los mirábamos de reojo. ¡Nos parecían tan diferentes!...
Rosa volvió una página, y luego otra, y su hija no rezongó, buena señal. Si no se dormía pronto, sería ella la que volvería a quedarse frita a medio cuento, retorcida como una alcayata, y no estaba su espalda para tonterías. Trató de fijar la vista en las letras impresas, que se habían puesto a bailar sobre el papel como enloquecidas, y se dijo que tenía que ir pensando en comprar unas gafas de cerca.
Rendida, cerró el libro y continuó casi en susurros, ya en un puro soliloquio.
—Las mujeres… ay, las mujeres. En África y en Pekín. ¿En qué estábamos pensando cuando se repartió el peso del mundo? ¿Para dónde mirábamos? ¿Quién nos puso un corazón tan blando si teníamos que sobrellevar una vida tan dura? ¿Por qué me duele todo tanto?

 

Fotografía: 

Gabriel Brau Gelabert www.gabrielbrau.com

 

Texto:

Myriam Ybot · @myriamybot