Yo tengo una huerta en Tías
Tac– ataca– tac. Los pitidos de la mensajería del móvil ametrallan mis oídos. Tac– ataca– tac. Una propuesta con emojis. La invitación a un sueño siempre acariciado. Yo tenía una granja en África, dijo Isak Dinesen/Karen Blixen, la voz velada por la nostalgia, perdida la memoria en el alba desvanecida de la sabana.
Yo tengo una huerta en Tías.
Huerta es una palabra redonda, fértil, colmada de curvas femeninas. No es finca ni parcela, ni terreno, ni siquiera sembrado. La huerta huele a verde, es de piel glauca y rugosa, de límites imprecisos. A veces negra, en permanente espera de reverdecer un día, oculta su verdadera naturaleza bajo una capa polvorienta y pedregosa.
Hay un sabio que dice, pronuncia y enseña como hizo su padre y su abuelo y el abuelo de este. Imagino sus raíces, una red que se extiende bajo la costra endurecida del paisaje, de Haría a Yaiza, de Teguise al Puerto. Veo sus flores crecer de las puntas de los dedos de la tropilla campesina, que se afana, se agita, se increpa, se admira.
Maestro Nito habla como quien dispara jabón. Lanza a bocajarro burbujas de sabiduría ancestral, nacaradas, transparentes, que guardan en su interior el secreto de los nitratos, el té de estiércol, el escardillo, la lombriz… Las pompas temblorosas se mantienen un rato flotando en el aire ante nuestra mirada absorta, incrédula, boquiabierta. Alguien saca el teléfono, aprieta una tecla y apuntando a la cara del hombre, implora: ¿nos lo puedes repetir?
Hubo un tiempo, en el envés del siglo, que la isla completa era terreno cultivado, un mar de espigas agitadas por el Alisio, como una cabellera rubia sin atar. El día a día, lenguas de lava, ígneo aliento mineral, sudor sobre la piedra, cielos huraños, desabridos, avarientos. Cómo no escuchar cantar a las sirenas de las fábricas de ocio a bajo precio, veinte metros cuadrados de pisos alicatados con vistas a una piscina comunitaria.
Nuestra huerta rediviva tiene el alma africana y una luz meridional sin visillos que desborda la cúpula de los días. Su avidez desdentada suplica las migajas del agua dilapidada y devuelve generosa el fruto amoroso de su fertilidad. Plantación de esfuerzo, risas, enseñanza, dudas, –¡tantas dudas!–, y cosecha de amistad, aire libre, aprendizaje y fotos en las redes.
Cae el sol, un desafuero de tonalidades en rivalidad encendida. El bullicio de voces, el golpe de una azada que raja el suelo, el agua percutora contra el fondo de la regadera, las manos hundidas en la tierra, todo se detiene. Atravesada la tarde por el pasmo, una emoción petrificada paraliza los gestos y las conversaciones. Lanzarote se despide hasta la próxima jornada.