Topacio

Rosario Valcárcel

Lo llamaban Topacio porque ―según decían muchos― sus ojos eran de color ámbar y en su mirada se veía un no sé qué que me atrajo, quizás era un murmullo de inocencia o una sombra de dolor. Solo su rabo reclamaba juguetón un hogar. Se le veía cansado, siempre asustado, y si alguien intentaba acercarse se escondía. No es que tuviera el defecto de ser arisco, sino que a sus padres se los llevaron hacía unos meses y no los había vuelto a ver. Qué desdichado se sentía. ― Nunca me acostumbraré a estar solo. Eso decía por lo bajo dando resoplidos. Recuerdo la noche en que lo separaron de su madre: lloró y bramó con tal brío que el eco de sus voces aún hiere en el aire. Desconsolado no perdía la esperanza de reencontrarse con ella. Intuía que nunca la olvidaría porque lo había acariciado y lamido, y ese aroma maternal no se nubla jamás. Quizás cualquier día ―pensaba―las memorias se reconozcan. Pero no era la única desgracia que acompañaba a Topacio. Con frecuencia le decían sus amigos:
― No me gusta tu cuello, no está creciendo con esbeltez y tus pitones no están armónicos. Topacio se sentía muy aturdido, sabía que un toro con un cuello corto malamente podía embestir. Y, aunque eso a él no le importaba, le afectaban los rumores malintencionados. Cierto día llegó un joven con aire orgulloso y pasos solemnes, se le acercó a Topacio, le gritó y como si sintiera sangre torera en su cuerpo intentó darle algún capotazo con su camiseta roja. Mi pobre torito lo contemplaba asustado, pero aquel osado, creyéndose descendiente de un gran señor feudal, recordó lances de capa, y sin pensarlo se sumergió en el tapiz de la arena, oyó clarines y timbales y percibió el paseíllo, antesala de un hecho atroz. Fascinado en su maldito desasosiego imaginó a un público vitoreándole. Los latidos de su corazón redoblaban más y más cuando vio salir a los picadores que sustentan la perversión y la humillación, y contaminado por un deseo asesino, se transformó en un torero.
Hurtó el cuerpo con una soberbia verónica y se arrimó con penosa arrogancia a lo que él creía una fiera. Pero el pobre animal sin trapío, anovillado, lanzó un mugido, escarbó la tierra y, tomando carrerilla, se alejó todo lo que pudo de aquel muchacho. Nadie socorría a mi torito y sin embargo era él quien huía del acecho de la muerte, quien abría los ojos en busca de un espacio infinito.A partir de aquel día en que Topacio no acató su destino, los compañeros se hacían tristes reflexiones. ―Tendrá que resignarse a lidiar en plazas de segunda. ―Y será un barrabás ilidiable y cobardón.
Aquella tienta no tuvo resultados satisfactorios; sabía que no podía culpar al viento ni al frío, había un día pleno de luz, pero esa no era su faena. Él no podía admitir la arrogancia y frivolidad con que los humanos, entre juegos de tanteos, con muletas o sin ellas, le obligaban a aguantar una pelea desleal. Un día se le acercó un amigo y le murmuró que su madre vivía. -¿Está viva? ¿No me engañas? ―Ven conmigo y lo verás. Los dos emprendieron el camino árido y triste y cuando llegaron a un cerro el amigo se retiró. Topacio continuó solo, caminaba con sensación de dicha pero de pronto, escuchó el siseo de las escopetas, vio los cepos asesinos y miró el cielo plomizo como enlutado, algún mal presagio le perseguía. De pronto encontró, a su madre que le contó que su padre acababa de morir: ― ¿Sufrió mucho? La madre no podía contarle; solo entre hipidos acertó a decirle que, cuando lo iban a apuñalar en la nuca con una gran espada, en un intento desesperado por sobrevivir se resistió a caer en la arena, e hizo esfuerzos casi milagrosos por encaminarse hacia la puerta por la que entró, esa que llaman de chiqueros. Pero su aliento era un susurro de dolor y en ese momento la plaza se vino abajo, todos los que estaban en el círculo pedían entre aplausos, pitos y pañuelos, que le perdonaran su fatal destino. Qué ironía. ¿Perdonarles ellos la vida? ¿Acaso les pertenecía? Mientras se lo contaba, Topacio pensó en lo fría y cruel que debió ser la agonía, o mejor dicho el lento asesinato. Se sintió paralizado también ante la indiferencia y el placer de los humanos que dicen amar a los animales. Sin poder realizar movimiento alguno, asfixiado, no en su propia sangre como había muerto su padre sino en su propia rabia e impotencia, madre e hijo se abrazaron en el dolor y juraron luchar con todas sus fuerzas por transmitirle al público y a los gobiernos que muevan los pañuelos una vez más, no para que salga un torero a hombros tras una faena sanguinaria, sino para exponer abiertamente que esta herencia medieval ya no es un emocionante festejo como antaño, que hemos progresado. ¿Hemos progresado?