RESURGIR

María de la cruz Jiménez

Y el mundo, nuestro mundo, ¡se paró!.
Aquel mundo de las prisas, del materialismo presidido por el brillo exterior de nuestra imagen. Todo se congeló en un instante y el confinamiento en el hogar fue necesario para no ser contaminados por esa nueva y terrible arma invisible de laboratorio que intecionadamente nos paró de golpe, sin previo aviso, sin preguntarnos cuál era nuestro deseo.

Desde nunca, desde la prepotencia que trajo consigo el desarrollo tecnológico y la macroeconomía a los que asistimos desde la segunda mitad del siglo XX, habíamos soñado con esta experiencia de confinamiento total; especialmente aquellas generaciones de la postguerra que habíamos pensado que esto no podría repetirse en nuestra historia.

Y si en los primeros momentos nos sentimos pequeños en ese andar por el cada día, nuestros ojos comenzaron a abrirse para ver que teníamos un hogar y en él unos rostros familiares normalmente nublados y desenfocados por nuestras prisas siempre acuciantes; unos modos que nos acostumbraron a ver con normalidad lo que no lo era: una vida volcada hacia afuera. Sin hacer nada, este obligado encierro comenzó a abrir nuestras ventanas y empezaron a manifestarse nuestras más profundas y calladas emociones y de su mano, poco a poco, fuimos cayendo en cuenta de todo lo que poseíamos y no valorábamos para vivir plenos, unidos y felices. Y, así, se fueron fortaleciendo los lazos de amor que realmente existen entre nosotros, en cada hogar, pero también entre nuestros vecinos y amigos, prodigándonos un placer que el día antes ni siquiera podríamos imaginar que esto existía mas allá de la enajenación a la que habíamos llegado por los nuevos valores que caracterizan estos tiempos. Unos valores basados en el brillo social individual, el consumismo y la política desenfocada que busca, a todo coste, mantenerse en el poder más allá del bienestar humano. Tampoco habíamos podido imaginar por nosotros mismos que parando ese ritmo por la pandemia planetaria que nos afecta, nuestra hasta entonces vida inyectada de angustia, vacío interior, carente de amor, paz y valores humanos, podría cambiar.

Y así, poco a poco, nuestro encierro se fue convirtiendo en una libertad que traía consigo la posibilidad de llenar nuestro vacío y percibir nuevas formas de entender nuestra existencia, nuevas formas de relacionarnos y de entender a nuestras familias y a cada uno de los miembros que la integran; nuevas formas de valorar a los individuos de nuestra sociedad, dejando de sentirla competidora para a apreciar como solidaria y aplaudirla diariamente como reconocimiento a los que afrontan cada día el riesgo de contaminación por atender a los afectados y necesitados.

Y, así, fue aflorando de nuevo en nosotros el saber que la interconexión amorosa que existe entre nosotros los humanos, a diferentes escalas, es real no un invento. Y, pese a este confinamiento, también entraron en acción las nuevas tecnologías enviando mensaje que venían a confirmar que éramos todos los que estábamos descubriendo y sintiendo sobre nosotros mismos y nuestra sociedad. Muchos eran mensajes de dolor, sí, pero también de ayuda, de ánimo, de música, de humor que nos transmitían sentimientos y acciones de solidaridad que normalmente no era costumbre realizar, o que se nos escapaban por las actitudes mecánicas en nuestra acelerada forma de vida.

Fue en el silencio que acompaña a esta pandemia que supimos que también la naturaleza y todos los seres que viven en ella nos estaban acompañando en esta dura experiencia que se nos antoja ha sido desatada para exterminarnos, exterior e interiormente; que se está llevando a buena parte de individuos inocentes, especialmente los mayores, que todo lo han dado por nosotros; pero que, por el contrario, a los que no nos ha tocado ¡nos está devolviendo a la vida! En este silencio interior nos llegaron sus mensajes para acompañarnos en este resurgir a la vida. Con asombro hemos recibido imágenes de delfines, aves marinas, palomas que organizaban todo un festival poco frecuente de ver en las playas ahora desiertas. Quizás, ellos nos transmitían su añoranza por la presencia humana en el litoral y, posiblemente su eterno deseo de poder convivir con la humanidad sin la violencia a la que les tenemos acostumbrados.

Y, también, la naturaleza se hizo presente en ciudades y pueblos, donde los animales domésticos que gozan de libertad se atrevieron a caminar por sus calles vacías diciéndonos ¡estamos aquí, formamos parte del planeta y participamos de toda la vida que hay en él!. ¡Respeten nuestros derechos, nuestros ecosistemas, déjennos vivir con calidad de vida porque, a la postre, también somos la base de vuestra subsistencia alimentaria!.

Y, también, nuestra mirada sosegada se fijó en el paisaje de nuestra tierra y vio, por primera vez, la progresiva desaparición de los suelos fértiles que desde siempre nos proporcionaron alimento, ahora sumidos en el abandono de la agricultura local no precisamente por el cambio climático. Su imagen nos trajo al recuerdo de cómo se inició este proceso cuando, en la década de los años 60 del pasado siglo, los magnates nativos de las Islas y allegados pusieron su atención en los lucrativos beneficios que les reportaría el turismo extranjero. Así iniciaron la compra indiscriminada de suelos agrícolas, a muy bajo precio, para convertirlos en urbanizables alterando definitivamente los ecosistemas costeros. Y también recordamos , como era de esperar, la ruptura que este nuevo negocio significó para la mano de obra agraria atrayendo a los jóvenes y futuros agricultores que emprendieron el vuelo en aquella nueva dirección, dejando a un lado el aprendizaje que recibían de sus mayores para convertirse en camareros. Todo hoy olvidado, pero su efecto sigue también hoy en vigor, provocando el actual lavado de los suelos (ahora baldios) y el estancamiento o retroceso de la cultura agrícola que sufrimos por el escaso apoyo socio-político que recibe dejando de la mano al pequeño agricultor. Un proceso ahora agravado por un nuevo invasor: las grandes superficies internacionales importadoras de todo tipo de alimentos cultivados de forma mecanizada, allende los mares, sin el calor de nuestra tierra y de la mano y mirada de nuestra gente.

Esta Pandemia, en definitiva, nos ha traído un mensaje: la reivindicación de nuestra verdadera identidad y la oportunidad que ahora tenemos de rescatarla y disfrutarla. Identidad como un todo planetario, como un ente único cuya base o fundamento es la libertad, solidaridad y paz, que adquiere las tonalidades propias en cada territorio, en cada país, con las características y tradiciones culturales surgidas en cada lugar a tenor de la ineludible interconexión entre las especificidades de cada rincón de La Tierra y de los seres humanos que en ellos habitan.

¡Que no olvidemos! ¡ Que para recordar lo que somos no tengamos que recaer en una nueva crisis a través del dolor!