La voz proscrita: el silenciamiento de las mujeres en el espacio público
Para las afganas, hablar está prohibido en un país en el que el régimen misógino y teocrático de los talibanes ha implantado un apartheid de género. En Afganistán, la Ley para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio ordena a las mujeres que su voz no se proyecte en público y que, si salen a la calle por necesidad, oculten su voz, su rostro y su cuerpo. Sin autonomía, sin libertad y sin derechos, las afganas están siendo borradas del espacio público, forzadas a vivir recluidas y reducidas a una existencia invisible y silenciosa.
El sistema patriarcal, con sus instituciones y estructuras de poder, ha tomado muchas formas para intentar callar a las mujeres, aunque también hemos encontrado múltiples maneras de hacer oír nuestras voces. Ya en la Antigüedad, Ovidio, en sus Metamorfosis, ofrece un catálogo de técnicas y tácticas para impedir que hablen. Insultos, violaciones y metamorfosis: cualquier estrategia es válida para impedir que las mujeres manifiesten sus opiniones, denuncien agresiones o accedan al espacio público.De todas las historias recogidas por Ovidio, la de Filomela es la que refleja de forma más cruenta y terrible la supresión de la voz de las mujeres y la lucha de estas por hacerse oír. Filomela es violada por su cuñado Tereo y este, ante el temor a ser delatado y acusado públicamente, le corta la lengua. Ultrajada y encerrada, la joven griega teje en una túnica un mensaje con hilo púrpura que llega a manos de su hermana Procne. Así, la boca muda condenada al silencio consigue un medio para denunciar el crimen.
Los relatos mitológicos muestran cómo han sido silenciadas las voces femeninas, pero lo hacen también las historias reales de muchas mujeres que, al ser consideradas «problemáticas» por dar su opinión y manifestar sus ideas en el ámbito familiar, padecieron castigos públicos inhumanos al ser sometidas a la brida de scold. Este artilugio de tortura, empleado en el norte de Europa durante los siglos XVII y XVIII, consistía en un casco de hierro que se colocaba sobre la cabeza de la víctima, con una brida que, al ser introducida en la boca, presionaba la lengua hacia abajo e impedía hablar. Tras su colocación, la mujer era obligada a salir a la calle, acompañada de su marido, hermano o padre, con la consiguiente humillación y escarnio público, que en ocasiones se acrecentaba al colocarse en el casco una campanilla que avisaba de su presencia. No era un correctivo privado para aquellas que hablaban más de la cuenta: era un espectáculo, una humillación pública, con paseos por la calle en los que el sonar de la campanilla avisaba del castigo para aquellas que hablaban cuando no debían hacerlo. Este aparato torturaba y a la vez adiestraba. La brida de scold fue empleada para enseñar a las mujeres que debían ser vistas, pero su voz no debía ser escuchada. Se les exigía ser objetos, pero bajo ningún concepto se les permitiría ser sujetos. Así, las calles de los pueblos y ciudades se convertían en un aula donde las mujeres debían aprender que su presencia, aunque visible, debía ser siempre muda.
«Donde hay barbas, callen faldas», dice uno de los muchos refranes españoles que perpetúan la creencia de que el habla de la mujer no tiene sentido y su voz no es digna de confianza, invitándolas al silencio e insistiendo en la idea de que los únicos dueños de la palabra son los hombres. La tradición misógina, y el refranero español como una de sus expresiones, insiste en caracterizar a las féminas como charlatanas, deslenguadas, indiscretas, mentirosas y parlanchinas. Cuando el movimiento sufragista exigió el voto femenino, la propaganda antisufragista se materializó en postales y carteles con mujeres cuyas cabezas aparecían apretadas en tornillos de banco, con los labios cerrados por candados y las lenguas atrapadas en prensas o clavadas: el habla femenina era un exceso que había que sujetar. Esas imágenes circulaban por miles, entraban en las casas, se pegaban en los muros. Pero no buscaban el debate: querían normalizar la idea de que las féminas que hablan en público «molestan», «rompen la paz» y «abandonan su sitio», aquel que supuestamente les corresponde: el hogar, las tareas domésticas, la crianza y la atención al esposo.
La misoginia inherente a nuestra cultura ha servido para justificar la ausencia femenina del ámbito de lo público, imponiendo un modelo de comportamiento basado en la obediencia, la sumisión, la inacción y el silencio. Impedir a las mujeres hablar públicamente es, además, una forma de dominio y de represión. Las prohibiciones impuestas por el régimen talibán son la versión legal más cruel y brutal de un imaginario misógino que durante siglos se ha ido construyendo, naturalizando y difundiendo a través de relatos y representaciones visuales. El resultado, ayer y hoy, es siempre el mismo: la voz de las mujeres se considera algo que hay que ocultar, rebajar o ridiculizar.Frente a las normas legales que quieren censurarla y prohibirla, frente a los dispositivos que la sujetan y frente a las imágenes que la ridiculizan, no hay neutralidad posible. Tomar la palabra es hoy una forma de resistencia.
