Hay que andar por la vida
El mar conoce todas las sonoras tormentas y lanza su voz como el vocerío de los tenderos del mercado. Todo cuanto guarda de memoria es su continuo ir y venir, enfriarse y calentarse, evaporarse y hacer remolinos. Nada para él es apreciado, una multitud de muertos ha bajado a sus frías corrientes y no nos lo ha contado, ni ha marcado su rumbo para que unas últimas manos cierren sus párpados y los envíen a la calmada eternidad.
Le falta al mar una señal de los cardinales que indique una dirección al náufrago cuando aún palpite su corazón.
En la noche, todas y cada una de las playas de la isla son una gran figura de loza que levitando sobre la costa se empapan de maresía y parecen cerámicas esmaltadas. Un tagoror de antiguos titanes que gigantescos contemplan desde el Atlántico el hacer y deshacer de los hombres. En el litoral, el espumoso borde calado de las olas crea una línea infinita e iluminada que dibuja un continuo mecer al perímetro isleño.
El marinero desde su nave, que se mueve como un farolito, contempla en la oscuridad un lugar de tierra seca en el que se levantan algunas palmeras, se distinguen varios pueblos costeros muy modestos de casas bajas, cada uno con un pequeño faro, alejados entre sí y que comprenden un territorio en negativo silueteado en volcanes y rodeado de playas vigilantes en la inmensidad del mar.
En un continuo líquido se suceden caletas resplandecientes de confite blanco, largas costas mansas de arena rubia y otras tan negras como un arenao, se escucha junto a los riscos un rumor grave constante que reverbera en los túneles de basalto, como un enorme instrumento de viento acuático que hace resonar los embates de las olas, se solapan al eco de la anterior como si articulasen sílabas, palabras a media lengua de un habla desconocida solo interrumpidas por el canto de las pardelas, a lo lejos la percusión desordenada de los callaos de la siguiente playa. Es el litoral una partitura escrita en una cinta de papel unida por los extremos, una coral, polifonía eterna.
El pequeño barquillo hiende la quilla y bien parece que al albo triángulo de lona lo dirigiera a la profundidad. La proa se hunde y se vuelve el aire con brío animal. Danza sobre el Mar de Canarias al ritmo del viento. El delta místico se llena de aire, flamea cantando una canción de vida. La costa se perfila quieta, generosa, pronto el soco destensará los músculos de los marinos. La playa cerca y la generosa pared de las montañas les devuelve a los curtidos rostros la sonrisa.
Ilustración: Félix Hormiga