Gregorio y el mar
Gregorio y el mar
Gregorio Fuentes Betancort estaba en la cubierta del yate Pilar a siete millas náuticas frente a las costas de La Habana. Volvió a llenar de ron el pequeño vaso metálico y lo vació de un trago. El sol comenzaba a acariciar el horizonte e inundaba todo de color naranja.
—Podrías haber esperado a marcharte como cualquiera. ¡Ay, carajo! Está visto que venimos a este mundo con el número cumplido —suspiró resignado hablando en dirección al ocaso.
Recogió el sedal para comprobar que la carnada seguía en el anzuelo. Confirmó que todo estaba en su sitio y volvió a lanzarlo al agua con la pericia que dan sesenta años en el mar. Sobre el gran azul, los reflejos abstractos del sol atraparon su memoria y lo transportaron treinta años atrás, cuando una tempestad traída por el viento del nordeste le obligó a buscar refugio en la bahía del islote de Dry Tortugas, cerca de los cayos de Florida. Antes de que llegaran las nubes negras supo que debía dirigirse a un lugar más seguro. Cuando se disponía a llegar al islote, hizo señales a otro barco para que le siguiera. No le costó encontrar aquel refugio ya familiar y, con habilidad, fondearon allí los dos barcos. Para entonces, las olas habían comenzado a sobrepasar la parte más estrecha de Dry Tortugas. La lluvia era tan intensa que Gregorio no podía ver el otro barco desde el ojo de buey de su pequeña embarcación.
Al cabo de unas horas, la lluvia y el viento amainaron. Y, de entre las nubes, un tímido sol comenzó a dejarse ver. El tripulante de la otra nave le saludó levantando el brazo. Gregorio le devolvió el saludo; observó cómo el hombre cogía un pequeño bote y remaba hacia su velero.
—Buenos días, ¿me da su permiso, señor? —le preguntó con acento estadounidense. Era un tipo joven, alto, de hombros anchos, facciones recias y bigote.
Gregorio le tendió la mano para ayudarle a subir a cubierta, le ofreció un ron y algo de comer. Hablaron de la mala mar que habían pasado y también de las últimas capturas: un pez vela a veinte millas de Key West, bonitos a apenas dos millas de La Habana, el último huracán… Tras compartir varios tragos de ron se despidieron y el estadounidense sacó su cartera para pagarle por su generosidad. Gregorio se negó con una sonrisa. Justo antes de subir al bote se percataron de que no se habían presentado.
—Gregorio Fuentes Betancort, mucho gusto —le dijo tendiéndole la mano.
—Ernest Hemingway —contestó estrechándosela con voz grave—. Por cierto, nunca había visto un barco tan limpio y ordenado como el suyo, se nota que es un buen marino. Permítame que le deje mi tarjeta.
De pronto, un fuerte tirón en el sedal le despertó de sus recuerdos. Durante unos segundos aflojó el carrete. El mar se tragaba el hilo metro a metro a gran velocidad, hasta que se paró en seco. Gregorio recogió despacio el sedal hasta que sintió cierta resistencia que no tardó en detenerse. Sabía qué clase de pez se había llevado la carnada tan solo por la forma de tirar de ella: el tipo de golpeteo en el hilo de nailon, el tiempo de resistencia… El sedal era un cable telegráfico con el que se comunicaba con el mundo submarino.
—¡Maldita picuda! Una sardina menos, un intento más…
Volvió a sacar un cebo de la atarraya donde guardaba las sardinas que preparó la noche anterior con sal gorda para que ganaran firmeza. Pasó el anzuelo con habilidad por el centro del pescadito y después lo cosió y amarró con solidez. En ese mismo momento se fijó en sus propios dedos, largos y fuertes, aunque ajados por tantos años de sol y salitre. Vio en ellos las mismas manos que las de su padre. Esas que dan los oficios del mar. Desde niño siempre le habían dicho que se parecía a su familia materna y que los ojos eran los de su madre. Pero en las manos había salido a su padre, aunque solo él se hubiera percatado de esa semejanza. Las recordaba con claridad. Como cuando partieron de Lanzarote y esas manos, como las suyas, lo auparon de manera clandestina a bordo de una goleta que los llevaría hasta una tierra de promesas donde el hambre y la sed no existían. Su padre murió en el trayecto y en el barco le dijeron que a él lo llevarían de vuelta a Lanzarote. Gregorio, que no quiso que la muerte de su padre fuese en vano, con apenas nueve años y sin que nadie se diese cuenta, saltó del barco a la altura del castillo de los Tres Reyes del Morro, cerca del vecindario de Casablanca en La Habana. Era buen nadador y bucedor acostumbrado a recolectar lapas desde los seis años.
De nuevo, algo tiró del hilo con fuerza y aquellos recuerdos se desvanecieron como las volutas de humo del puro que sujetaba entre los dientes.
—¡Esta vez sí he agarrado!
Dejó suelto el sedal y poco a poco lo fue frenando. No quería que aquel ejemplar, probablemente un pez vela, se fuera hasta las profundidades donde podría romper la tanza. Recogió el carrete con cautela. Parecía como si el animal estuviera amaestrado y se dejara guiar por las órdenes telegráficas de Gregorio. De improviso, el pez tiró aún con más fuerza hasta levantar a Gregorio del asiento giratorio que estaba anclado en la cubierta de popa. ¡Las profundidades querían pescarle! Con mucho esfuerzo consiguió volver a la silla y apoyó sus pies contra la borda. Tenía todos los músculos en tensión, notaba cómo aquel enorme pez conseguía mover el Pilar. El duelo entre animal y pescador duró unos pocos minutos: soltar sedal, recoger, apretar la espalda contra el respaldo… La lucha, de pronto, se convirtió en calma y en victoria para el pez. Gregorio supo que el anzuelo se había soltado. Se sintió derrotado y a la vez aliviado. Los años y la media botella de ron no pasaban en balde. “Capitán Grigorine, esta vez no hubo suerte”, parecía oír a Hemingway consolándolo y nombrándolo con ese apodo cariñoso.
—No, no hubo suerte esta vez —se respondió a sí mismo Gregorio entre dientes.
Mientras recogía el sedal, ahora ligero y sin tensión, volvió a recordar el primer encuentro con el escritor en alta mar, y cómo volvieron a coincidir a los seis meses en La Terraza de Cojímar, donde cada jueves Hemingway solía reservar la misma mesa. El estadounidense ofreció a Gregorio ser patrón de su barco. La primera orden que le daría sería tomarse un whisky con él y salir de inmediato a pescar. Gregorio aceptó en ese mismo momento. Desde entonces recorrieron la corriente del Golfo en sus expediciones pesqueras. Salían siempre a las ocho de la mañana y volvían al caer la noche. A veces, hasta podían estar fuera tres días seguidos.
—Era eso lo que necesitaba para aclarar su mente —musitó Gregorio—. El mar era lo que le hacía respirar.
Un día se encontraron una pequeña lancha que no paraba de moverse con el vaivén de las olas. Estaba situada a muchas millas de la costa, las suficientes para no divisar tierra. En ella se encontraban un anciano y un niño. Hemingway insistió en acercarse y ofrecerles ayuda. Estaban muy lejos de la costa para una embarcación de esas características.
—Buenos días. ¿Quieren que les remolquemos? ¿Necesitan ayuda?
El viejo se giró para ver quién gritaba y respondió:
—¡Váyanse pal carajo! ¡Que me espantan los peces!
Gregorio y Hemingway rieron y el escritor anotó la anécdota en su Moleskine. Ese anciano y su nieto fueron el detonante para que, al día siguiente, en Finca Vigía, comenzase a escribir su novela El viejo y el mar. Aunque, en realidad, en quien estaba basado el personaje era en Gregorio. Sus gestos, su manera de comunicarse con el mar, sus palabras…
Cuando terminó de recoger el sedal, una sonrisa dibujaba su cara y pensó en aquello que una vez le dijo el americano:
—Viejo, ¿tú sabes lo que es un amigo?
—Usted y yo somos amigos… —le contestó Gregorio.
—Sí, y dos amigos equivalen a dos historias que se unen.
Recordaría esas palabras por el resto de su vida. Las primeras luces de La Habana comenzaban a brillar en el horizonte como una pequeña constelación. Puso rumbo hacia el puerto. Ya estaba cerca de dar fin el último viaje del Pilar. Sin su amigo no tenía sentido navegarlo y, según la carta que dejó escrita a modo de testamento, el escritor le había pedido que lo cuidara como siempre lo había hecho. Y así lo hizo, porque después de este último trayecto lo donó al Estado cubano para que se exhibiera en Finca Vigía, la casa de Hemingway que se convertiría en museo.
La luna llena convirtió el mar en plata y un enorme pez vela apareció con un salto. Durante un segundo, todo su cuerpo quedó expuesto en el aire para luego sumergirse y no volver a aparecer. A esa distancia de la costa era muy infrecuente ver esa clase de peces y Gregorio lo interpretó como una despedida del mar hacia el Pilar y a su amigo.
No hubo suerte con las capturas, aunque tampoco le importó; tan solo quería estar por última vez a bordo del Pilar.