En busca de relato
No había concluido aún el siglo XIX cuando Olivia Stone (1856—1898) arribó a Lanzarote. La isla, aún al margen de los incipientes circuitos turísticos, permanecía recogida en sí misma, sostenida por una economía de subsistencia y por la obstinación de sus habitantes frente a un territorio austero. Las comunicaciones eran escasas e inciertas, y alcanzar aquellas costas equivalía a entregarse a la voluntad del océano. Llegar a Lanzarote no era un simple desplazamiento, sino una irrupción en un territorio remoto y casi secreto en el que los pueblos parecían dormitar al borde del jable. Para quien pisaba aquel suelo reseco y luminoso, la isla no se ofrecía como destino, sino como revelación: un paisaje áspero y deslumbrante que reclamaba ser contemplado con asombro, como si conservara intacto el temblor de su origen.
Para el isleño, sin embargo, la percepción era otra. Amaba su tierra y se sabía ligado a ella, pero no la contemplaba como espectáculo, sino como tarea, y nunca como juego, sino como pulso diario. Su orgullo hacia el paisaje era frágil, minado por la dureza de un suelo que parecía exigir mucho a cambio de poco. Los senderos de piedra y rofe, que al viajero le ofrecían la ilusión de la aventura, eran para el campesino un tránsito de sed y fatiga; y aquellos campos que al forastero se le antojaban un decorado exótico se convertían para el lanzaroteño en jornadas de arado, sudor y batalla. Y si para el extranjero el mar era azul y refrescante, para el isleño era un campo de trabajo implacable, sembrado de madrugadas y de ausencias, de redes pesadas y naufragios que resonaban en la memoria. La relación con el medio no era de admiración distante, sino de combate íntimo: el paisaje era, a la vez, vínculo entrañable y desafío implacable.
Con los años, no obstante, la mirada de Olivia Stone y de otros viajeros que llegaron después, fue dejando un poso distinto: reveló que aquel territorio, tantas veces sufrido, podía también contemplarse como belleza, como dignidad y orgullo, y no solo como fatiga. En sus descripciones, lo áspero se volvía singular, lo inhóspito se convertía en rareza admirable, y lo que había sido carga adquiría, de pronto, condición de herencia. César Manrique lo tuvo claro. Por eso, cuando el cambio socioeconómico de la isla suavizó la aspereza de la vida cotidiana, ese discurso encontró terreno propicio para emerger. De la mirada herida brotó, al fin, una conciencia nueva, capaz de reconocer en la lava y en el mar no solo adversidad, sino belleza, y en ese hallazgo, una razón legítima de satisfacción.
Así fue como Lanzarote aprendió a reconocerse de otro modo hasta convertir su territorio en emblema, en producto y hasta en marca. A los volcanes les dimos la dignidad de esculturas; a los malpaíses, la prestancia de jardines de piedra; a las salinas, el fulgor de mosaicos de agua y luz; a los jameos y cuevas, la solemnidad de templos subterráneos; a las parras protegidas en los hoyos, la rareza de jardines circulares; y a los arenados, la delicadeza de lienzos de geometría paciente. Incluso el viento, azote de la isla, se convirtió en fuerza invisible erigida en símbolo.
Sin embargo, en ese proceso de estetización, Arrecife quedó al margen, como si el relato se hubiese detenido en sus puertas. Fue la época en que, tras una pertinaz pobreza, llegó la abundancia y, con ella, una ansiosa necesidad de mostrarla. Muchas familias levantaron casas esplendorosas, llenas de ornamentación y lujo, pero apenas habitadas: los salones permanecían cerrados, las cocinas relucían sin usarse, los baños brillaban intactos. La vida, en realidad, se refugiaba en el garaje, entre la cocina vieja, el baño estrecho, el comedor reducido y el sofá gastado. Allí se vivía; el resto de la casa se reservaba para la contemplación.
Con la isla ocurrió algo semejante. Embellecimos sus campos hasta hacer de ellos un escaparate digno de asombro, borramos la huella de la pobreza y los ennoblecimos. Pero a Arrecife la relegamos a garaje, a patio de atrás, a espacio de conformismo y suficiencia.
A veces bastan una foto y unas frases heredadas del pasado para que el presente se escuche a sí mismo en forma de eco. En 1889, Olivia Stone escribió sin titubeo que “Arrecife, con un fondo de colinas de bellos colores, crea un ambiente agradable”. Hoy, esa frase ya no podría pronunciarse con la misma naturalidad. Lo que un día fue horizonte transparente se ha vuelto opaco, no por obra del mar o de la distancia —que permanecen idénticos—, sino por el exceso de lo construido, por esas capas de artificio que se interponen entre la mirada y aquello que le daba hondura.
Decía también la primera turista de Arrecife que la ciudad era un lugar “donde dejarse estar, pasar los días soñando, dejar que el tiempo pase”. Pero hoy esa confianza en la calma se ha perdido, porque la ciudad ya no reconoce en el mar a un interlocutor, sino que lo trata como un recurso indiferente, como un vecino incómodo al que se evita. El mar sigue ahí, con su insistencia intacta, pero la ciudad prefiere darle la espalda: lo bordea, lo encierra, lo convierte en objeto de uso y no en compañía. Donde antes había un diálogo abierto, ahora se levanta un muro; lo que debía ser encuentro se ha vuelto desvío.
Y cuando aquella misma pluma escribió que la vida podía transcurrir “hasta despertarnos al fin del ensueño, ya tarde, encontrándonos con que la juventud ha pasado”, no sabía que la mayor pérdida no vendría de la fugacidad del tiempo, sino de la transformación del paisaje. Porque al borrar el horizonte no solo se altera la fisonomía de un lugar: se rompe un vínculo de memoria. Mirar ese fondo no era un gesto estético, sino un acto de pertenencia, y perderlo equivale a renunciar a una parte de sí misma, a olvidar la memoria que sostenía incluso el nombre de la ciudad.
Tal vez lo que necesitemos sea aprender a mirar Arrecife y a nombrarlo con otras palabras. El Charco de San Ginés no es un charco sin más, sino un pequeño océano interior donde aún se mecen las barquillas; porque Arrecife —si lo miramos con respeto— no está junto al agua, sino entreverado con un mar al que se deja entrar. El Puente de las Bolas no es un simple pasadizo, sino umbral de memoria. El Castillo de San José no es ruina, sino Fortaleza del Hambre que hoy hospeda el arte. Las salinas de Naos no son escombros, sino paisaje salinero y oficio antiguo. El Islote del Francés no es solar vacío, sino promesa de ribera recuperada. La Calle Real no es mero tránsito, sino columna vertebral y relato vivo. Y Puerto Naos no es zona dura, sino motor azul capaz de tender de nuevo la mano al mar. El puerto, el viejo Puerto, no es miseria que deba esconderse tras un muro, sino origen de nuestra poca riqueza.
Las palabras no solo nombran, también cuidan. Quizá algún día lo entendamos, y tal vez, al fin, Arrecife pueda reconocerse en un lenguaje capaz de devolverle su voz, su memoria y su mar.