EL VIEJO (POETA ) Y EL MAR

Alex Solar

El poeta pasea entre las enormes piedras basálticas de Isla Negra y divisa unos maderos náufragos flotando sobre las embravecidas olas. “¡Ahí viene mi escritorio!”, piensa. Sobre aquel resto marino escribirá con su caligrafía estilizada y con la eterna tinta verde (¿por qué, acaso un recuerdo inconsciente del bosque nativo de Parral?) esos versos infaltables de cada día. Neruda trabaja pausada y disciplinadamente, va construyendo su obra día a día como un albañil en esa pequeña habitación torre con vistas al océano. La paradoja de esta obsesión por el azul y las olas es que él ha venido de los bosques araucanos, como la mayoría de los poetas chilenos. Ser del Sur, territorio salvaje de los indios mapuches usurpado por los colonos europeos, marca carácter, genera un tipo humano hecho de frío y fuego, de vino tibio en los inviernos, de lumbre y pan amasado. Un mundo verde, agreste, fabuloso y plagado de superstición o magia, semejante al galaico, muy distinto al Chile de las orillas del Pacífico, al que terminaría anclado en su viaje final.
“La puerta en el crepúsculo/en verano/Las últimas carretas de los indios/una luz indecisa//y el humo/de la selva quemada/que llega hasta las calles”. Eso era La Frontera, poco propicia para la lírica . “La dura lluvia de Temuco”, templó sus días y su sangre, su soledad de artista adolescente al que su padre quería ver convertido en maestro, pues nunca habría entendido para qué servía un poeta, ni siquiera un Premio Nobel. Tampoco los chicos de su escuela respetaban su condición de aedo. “Toda mi pobre vida en una jaula triste, ¡ mi juventud perdida!”, se lamentaba. Encerrado en una habitación de estudiante en el gris y lóbrego Santiago, capital del país, se dedica a “escribir los versos más tristes”. Enamorado del amor, envía cientos de cartas amorosas a una muchacha de boina y ojos de niebla y no parará de amar hasta que poco antes de morir viva un último romance clandestino. Pero el gran amor de Neruda fue siempre el mar, desde que lo vio de niño bajando por el Río Imperial en un barquito de vapor hasta Puerto Saavedra. Años más tarde, huyendo de las angustias capitalinas, en coches de ferrocarril de tercera clase, con dieciocho años, viaja hasta el puerto de Valparaíso. A partir de allí, su nombre y este puerto legendario, comparable a Estambul o Marsella, quedarían unidos “como las cadenas de remotas anclas”, como dice su gran amiga y musa, Sara Vial, a quien encargaría con el tiempo que le encontrara una casa, actual museo nerudiano, en lo alto de sus cerros coloridos.
“Todo estaba en las puertas mágicas de Valparaíso”, puerto mayor de la costa del Pacífico, donde Neruda se sentía por primera vez en casa y feliz. Allí encontraría su mar particular: “Tal vez, en estos domicilios secretos, en estas almas de Valparaíso, solo quedaron guardadas para siempre la perdida soberanía de una ola, la tormenta y la sal, el mar que zumba y parpadea. El mar de cada uno, amenazante y encerrado: un sonido incomunicable, un movimiento solitario que solo pasó a ser, con el tiempo, harina y espuma de los sueños”.
Tras sus últimos tiempos en París, cansado y nostálgico, el viejo poeta regresa a sus orígenes y al mar , tal vez en un esfuerzo final de purificación de ideas o motivos de vida. Pero le queda poco tiempo. Lo cierto es que va a pasar sus últimos días mirando ese oleaje furioso que a él le parece como el estallido de toda la cristalería del mundo. ¿Recuerda esos versos de Rimbaud que le fascinaban en sus días de adolescencia? “Elle est retrouvée! Quoi? L’ Eternité /C’est la mer allée / Avec le soleil”.
El anciano vate vuelve a buscar las aguas de su mar, tal vez para curar sus heridas. Se despide, proféticamente: “ Alguna vez, hombre o mujer/después, cuando no viva/aquí buscad, buscadme/entre piedra y océano”.
No fue fácil lograr que lo liberaran de la oscura tumba donde lo confinaron los verdugos de su pueblo, lejos del mar que amaba. Pero allí le encontramos hoy, tal como quería y rogaba a sus compañeros:” Enterradme en Isla Negra/Frente al mar que conozco, a cada área rugosa/de piedras y olas/ que mis ojos perdidos/no volverán a ver”.