El roque del Este

PEPE BETANCORT

Fue entonces cuando sobre el horizonte azul cobalto de aquella mañana de júbilo se dibujó perfectamente la silueta negra y enigmática del Roque del Este, como una aparición envuelta en un aire siniestro. Era como un desafío telúrico clavado sobre aquel mar en calma. Parecía una montaña dormida y ajena a los embates desafiantes y coléricos del resto de los otros días del año, en que el Atlántico convertía a aquella peña solitaria en un territorio inaccesible y abandonado a su suerte, en medio del reino de las marejadas y de los vientos del norte.

Daba la sensación de que aquel islote desierto y negro descansaba glorioso después de realizar una gran hazaña, como un militar en reposo tras una larga batalla. La calma convertía al mar en una llanura interminable e inabarcable que se perdía en un horizonte lejano que deseaba fundirse con el cielo. Era una pradera azul y quieta que invitaba a recorrerla y a olvidar por un momento los peligros que siempre supone navegar hasta aquel pedazo de tierra volcánica e inexpugnable.

Eduardo quedó fascinado ante la visión inesperada y nueva del Roque del Este. No podía apartar la mirada de él. Era la primera vez que lo veía tan claro y de forma tan diáfana. Nunca se había percatado de la belleza secreta de aquella pequeña porción de tierra nacida del mismísimo fondo oceánico. Todo él era un desafío rocoso de la naturaleza indomable que lo rodeaba, emergido por la violencia sísmica de una erupción volcánica submarina y que el tiempo había convertido en una figura solitaria, arisca y desdibujada por la acción constante del viento, la maresía y las olas. Era una sombra siniestra, un fantasma pétreo condenado a estar solo, en silencio, abandonado y lejos del resto de los islotes del norte de Lanzarote.

Había algo en aquel roque que lo hipnotizaba, lo emocionaba y lo conectaba a él. Era un sentimiento extraño y recurrente que surgía de un fondo desconocido e inédito de su ser. En vano intentó vislumbrar o ver algo sobre las verticales laderas de aquella loma atlántica que surgía de la nada como una aparición mítica y legendaria. Era obvio que el Roque estaba muy lejos de la costa. Resultaba imposible ver nada desde allí. Sin embargo, tenía algo que lo ataba a él.

En el fondo de su alma sentía que el islote era una carta de piedra que le hablaba de sí mismo. Había una fuerza primigenia que lo impulsaba a querer ir hasta allí. Deseaba verlo de cerca, llegar hasta él, admirar su escarpado perímetro y estar en él, sintiendo el golpe de las olas sobre las rocas intentando desbaratarlo y desarmar toda aquella fortaleza titánica, hasta hundirlo en el océano oscuro. Sin embargo, hoy el mar le daba una tregua y no lo molestaba. Hoy la marea se convertía en un prado quieto que posibilitaba transitarlo y llegar hasta él. Eduardo no sabía exactamente por qué sentía todo aquello, aunque lo intuía. Lo que sí tenía claro era una cosa: quería ir al Roque del Este.