El astrolabio del museo

Yei ZiT

Nosotros, los no vivos, ya sabemos que lo que durante la vida llamamos estrellas, son en realidad puertecillas por las que entramos y salimos las almas. Mientras vives, vas buscando otras explicaciones a la bóveda celeste y la humanidad inventa teorías, y fabrica grandes artefactos, dedicando a ello muchos años de su corta existencia, haciéndose las preguntas erróneas y buscando, y en ocasiones hasta creyendo encontrar, las respuestas que no son.
Hipatia y su padre Teón pasan muchas noches de tertulia en Alejandría, en la linterna del faro, observando cómo la grandeza del universo empequeñece sus vidas. Hipatia tiene facilidad para contar historias creíbles que parecen irrefutables explicaciones creacionistas. Teón, sin embargo, más parco en palabras, aporta explicaciones más físicas, más difíciles de entender pero más científicas.
Desde mi estrella no pierdo detalle del entusiasmo que ponen ambos en sus conclusiones. Me fascina el interés en la búsqueda de respuestas a unas preguntas que en vida a mí también me interesaban, pero una vez que dimensioné la existencia y la relativa importancia de la suma de los días, resulta enternecedor la beligerancia con la que se asumen algunas cuestiones de aparente importancia aunque nula relevancia.
Hipatia tiene una forma de entender el universo que me fascina. Y no solo el universo. También la vida, las relaciones entre las personas, el entusiasmo que pone en todo aquello con lo que se compromete, ya sea tanto filosofar con el viejo Teón, como cuidar su jardín. Hipatia no cree que haya gente mala. Ella piensa que los que creemos malos, en realidad, no conocemos qué cosas les gustan, cuáles son sus prioridades, o qué es importante para ellos. Hipatia cree que los llamamos malos porque no sabemos de ellos y ante lo desconocido, preferimos apartarlos y dejarlos como malos.
—Pero hay personas que nos hacen daño, Hipatia —le decía su padre en ocasiones.
—Sí, son aquellos a los que entregamos algo de nosotros y nos fallan, padre —decía Hipatia.
—Entonces es mejor no arriesgarse, hija —le decía Teón, preocupado por que le hicieran daño.
—Y si nos hacen mal —le sonreía a su padre— probablemente no debimos entregarle esa parte de nosotros.
—Pero hija —se preocupaba su padre — debes tener cuidado y no ser tan buena. Puedes salir mal parada.
—Padre —le miraba dulcemente a los ojos mientras le cogía las manos—, tampoco podemos poner a todo el mundo bajo sospecha y no dar nada de nosotros por si nos hacen daño.
—Solo quiero que tengas cuidado. —Si no arriesgo no gano, padre. Me resulta más sencillo confiar que desconfiar. —Y con un beso en la mejilla, Hipatia daba por terminada la conversación y volvía a mirar a las estrellas.
En estas ocasiones, cuando permanece largo rato mirando a un punto concreto del cielo nocturno, pienso que me está mirando, que es capaz de ver cómo la observo desde mi estrella y que le gustaría estar aquí y entender todo lo que hay que entender.
Teón, además de astrónomo, es aficionado a la navegación. Su vida transcurre en el puerto de Alejandría aunque cuando quiere estar solo se va hasta la cercana isla de Faro. En Faro tiene una pequeña embarcación en la que se entretiene navegando sin alejarse demasiado, como mucho, perder por poco tiempo el faro de vista. No se aparta en exceso de la costa, pero pasa largo rato en un mismo punto observando el cielo nocturno y va surgiendo en él la inquietud de unir navegación y estrellas a través de algún aparato que mecanice y facilite la navegación a aquellos aventureros que se alejan de las costas del Mediterráneo en busca de nuevos horizontes. Teón sabe que otros antes que él han indagado en el mismo campo y que han hecho algunos avances. Las estrellas van cambiando su altitud y latitud e intuye que esas coordenadas de movimientos matemáticos siguen un patrón. A descifrar el patrón dedica Teón sus noches, que en muchas ocasiones comparte con su hija.
Hipatia lanza desde la orilla un callao plano que hace rebotar en el agua. En cada contacto de la piedra con la superficie, las hondas que forma se alejan y unas gotas saltan quedando suspendidas en el aire hasta el siguiente bote que vuelve a alejar hondas que chocan con las primeras y las nuevas gotas se despiden de las anteriores ajenas al entusiasmo de Hipatia con el juego mientras asisto exaltado a la capacidad de maravillarse de Hipatia.
Esta mujer es mucha mujer para estar entre los mortales. Estaría mejor conmigo. Y yo con ella. La quiero cerca de mí, a mi lado para siempre. Esta estrella será su hogar, no necesita nada más que la luz que emana este astro para ella. Solo hay una manera de que eso sea posible. Para llegar hasta aquí solo existe un camino que los vivos dramatizan pero que sabemos que es mejor estadio la inmortalidad celestial que la vida efímera.
Voy a iniciar el camino para que venga hasta mí. Pero voy a conceder a Hipatia que deje un legado para la humanidad. Y a su padre, porque no he conocido amor más puro entre padre e hija que el de ellos dos. Se merece que su salida de la vida deje en las generaciones futuras su impronta, que su talento y sobre todo su capacidad de amar sirva de ejemplo para todos.
Hipatia y Teón caminan en dirección al faro. Detrás del faro, Hipatia mantiene la mirada fija en Alioth, la estrella más luminosa de la Osa Mayor. Según camina hacia el faro, la estrella va ocultándose detrás del faro y entonces agarra a su padre con fuerza del brazo y le dice casi gritando:
—Padre, ¿si construimos un aparato que a partir de elementos fijos, nos dé la altitud y latitud de las estrellas? Teón la entendió enseguida, y contagiado por el excitación de su hija le dijo:
—Claro, y la posición de las estrellas nos va a dar la ubicación exacta en la que nos encontremos.
Se fundieron en un abrazo y enseguida se pusieron a trabajar en el descubrimiento. Después de muchos cálculos matemáticos sobre el papel, necesitan trasladar esos cálculos a algún tipo de instrumento. Contactan con un orfebre con el que trabajan codo a codo padre e hija hasta fabricar el primer astrolabio de la historia. El camino estaba trazado y había comenzado, sin que ella lo supiese, su periplo hasta mí. Hipatia iba a ser feliz a mi lado. Dejaré que su fama vaya más allá de Alejandría, de Rodas, de Esparta y llegue hasta Cartago, y cuando todos sepan que Hipatia, junto a su padre Teón, han cambiado para siempre la forma de navegar, creando nuevas oportunidades para adentrarse en territorios desconocidos hasta entonces; de observar el cielo sabiendo la posición de todas las constelaciones y las estrellas que le dan forma; de conocer la ubicación exacta de las montañas y los ríos; las horas del día y de la noche, y mil usos más que se irán descubriendo con los años. Años que no vivirá Hipatia. Porque cuanto más lejos llegaba su fama, mayores eran las envidias de aquellos que no admitían que una mujer tuviese tanto talento. Y un pueblo envidioso está dispuesto a creerse lo que le cuenten.
Empezó a correr la voz de que el invento de Hipatia había sido producto de la brujería. Afirmaban haberla visto de madrugada ofreciéndose a criaturas del inframundo a cambio de fama y reconocimiento. Surgieron grupos de exaltados en busca de Hipatia para que explicase cómo era posible que ella, una mujer, casi una niña, había podido fabricar un instrumento tan eficaz. Pero no querían un juicio, solo querían su vida.
Hipatia, alertada, huye a esconderse donde cree que estará a salvo, en la isla de Faros. Agarrada a su primer astrolabio, del que no se desprendía, aunque ya se habían fabricado muchas réplicas, sube hasta la linterna del Faro de Alejandría y allí, asustada, grita al cielo que le explique por qué está ocurriendo aquello; por qué de repente todo el mundo la odia y no entiende qué mal ha podido hacer. Yo la observo desde mi estrella y, emocionado, sé que muy pronto estaremos juntos. Falta muy poco para que sea mía para siempre. Por fin podré tenerla entre mis brazos y agradecerá la fortuna que tiene de haber llegado tan pronto a la inmortalidad.
Los exaltados navegan hacia la isla. Llegan y corren con antorchas hasta el faro. Gritan su nombre escaleras arriba ardiendo en deseos de acabar con su vida. Hipatia sale al balcón del faro y se sorprende viendo cómo una de las estrellas está creciendo exageradamente, casi hasta el tamaño de la luna llena, y según va aumentando su tamaño se va tranquilizando hasta desaparecer el miedo que sentía instantes antes. Un primer grupo de hombres entra en la linterna y la ven en el balcón. Se acercan a ella pero se quedan paralizados al ver como Hipatia asciende y se aleja en dirección a aquella enorme luz en el cielo que es ahora nuestra estrella. En su viaje deja caer el astrolabio que durante siglos permanece en el fondo del Mediterráneo y en la actualidad descansa en un museo ocultando la verdadera historia de Hipatia.