Claustrofobia
Durante mis 35 años en el archipiélago, dieciséis de ellos en Lanzarote, jamás experimenté nada parecido a esa “islitis” que imaginan los que piensan las islas como “espacios cerrados”.
Sí he de confesar que desarrollé la necesidad de otear horizontes: de subir a las cumbres, de observar a vista de pájaro barrancos, ciudades, playas y perfiles de otras islas. Fiel a esa costumbre, en el Amazonas venezolano reconocí, no sin cierta inquietud, la gran verdad de ese refrán que afirma que “los árboles no dejan ver el bosque”. Un desasosiego que desapareció en cuanto tuve la oportunidad de subir —paseando, por supuesto— al Cerro Perico y contemplar a mis pies la selva que abraza Puerto Ayacucho y el manso serpenteo del Orinoco. Quien dice “subir a una cumbre”, habla de hacerlo a la antigua terraza del World Trade Center de Nueva York o a la del hotel Adamar en Estambul.
Por lo demás, pensaba, te adaptas al espacio y llega un día en que los 27 km que separan Puerto del Carmen de la Playa de Famara se convierten en un viaje. Quizá por ello, recuerdo con horror aquel Chile en el que mi amiga, la poeta Rosabetty Muñoz de Chiloé, decidió ir a recibirme a Santiago en guagua —autobús— para regresar juntas ese mismo día recorriendo los 1125 km en el autocar de vuelta. “Lo habitual es que las especies insulares modifiquen sus condiciones para adaptarse a cada isla. Esto forma parte del síndrome de insularidad,” afirmó en los años setenta John Foster. Me apunté la frase, sacándola poéticamente de contexto, ya que la Regla de Foster se aplica a la paleontología y afecta, dependiendo de las circunstancias y de los millones de años, tanto a los lagartos gigantes de El Hierro como a los elefantes enanos de Chipre.
Esa sensación de aislamiento, que no sentí jamás en Canarias, se presentó como un hormigueo al llegar al Líbano en 2019: un puerto sin tráfico de pasajeros —ya antes de la terrible explosión del 4 de agosto de 2020—, la frontera con Siria con requerimiento de visado y advertencia del Ministerio de Asuntos Exteriores español de evitar el viaje bajo cualquier circunstancia, la otra —cerrada históricamente— custodiada por la misión de paz de la ONU; una Blue Line que, ignorada por Israel, sólo se despliega en el lado libanés. Quedaba el aeropuerto como única vía de salida, situado junto a los suburbios de mayoría chií del sur de Beirut.
No sería hasta el pasado 13 de abril cuando esa sensación de sentirme atrapada, y no en una isla, se presentó de nuevo. Los jordanos cerraron su espacio aéreo y a continuación lo hicieron Siria y el Líbano. Sucedió como
consecuencia del aviso de Irán informando del ataque contra Israel como respuesta al bombardeo de su consulado en Damasco.
Llegaron noticias del colapso del aeropuerto, más que por los vuelos cancelados, a causa de aquellos que pretendían salir del país cuanto antes. Se sucedieron fugaces los recuerdos de los meses de las extremas restricciones eléctricas, de las colas de la gasolina, de la escasez de harina. “Como en la guerra”, te decían los libaneses organizando su intendencia; con la salvedad de que en aquel tiempo los bancos funcionaban.
Los espacios aéreos de la zona volvieron a abrirse pocas horas después y todo volvió a ese equilibrio, tan libanés, que orilla el caos. Todo, salvo los planes de mi inminente mudanza de Beirut a Amán. La primera y más lógica opción, la ruta terrestre, pasaba por cruzar Siria siguiendo al camión del contenedor, con los gatos bien instalados en la parte de atrás del coche. Nada que hacer, teniendo en cuenta las condiciones de seguridad del país y los ataques de EE.UU. del pasado febrero. Enviar la mudanza desde el caótico puerto de Beirut —vía el Canal de Suez— hasta Áqaba se desaconsejaba por la situación bélica en el Mar Rojo. Sólo quedaba la vía aérea, inasequible para trasladar el contenido de una casa.
¡Qué frivolidad!, me digo al recordar a quienes viven atrapados en Gaza, cautivos en una suerte de asedio medieval, asistido por drones y genocidas que ni los hospitales respetan. Eso sí es sentirse preso en un espacio cerrado.
Ilustración Fernando Barbarin