Arrufos y Quebrantos
En su singladura por esos mares, cualquier navío está sometido a unos esfuerzos, ya sea por los envites del mar, la carga que porta, la combinación de estas dos cosas o el simple hecho de flotar en el agua. Estructuralmente hablando dos de los más importantes esfuerzos que soporta el barco son los denominados arrufos unos, que cargan sobre el centro del barco, y otros los quebrantos, estos últimos ejerciéndose de manera longitudinal a proa y popa. Simplificando podríamos decir que son fuerzas que tienden de alguna manera a quebrar las hechuras del barco, a veces auténticas moles construídas por manos humanas con la finalidad de mantenerse firmes en un medio a menudo tan hostil como son las aguas marinas. Para ello, antaño los carpinteros de ribera y hoy los grandes astilleros, utilizan una serie de elementos que refuerzan y consolidan la embarcación al objeto de que puedan soportar estas fuertes tensiones. He aquí que en su día la mente del hombre ideó las vagras y varengas, cuadernas y bulárcamas, tracas y contretes para construir con fiabilidad la primera y más grande obra de la ingeniería humana: el barco.
Como quiera que el buque ha de estar preparado y reforzado para resistir de una pieza en medio de tan duras condiciones, tanto así lo ha de estar el marino (y por ende el ser humano en general trazando sus derroteros en el con frecuencia también hostil medio que es el océano de la vida). Buque y marino han de surcar los mares con suave y franco respeto, así rompe las aguas la proa, sin apenas hacer ruido, pero caminando impertérrita en busca de más millas para sumar, satisfecha, en el libro de bitácora. Al mismo tiempo sus costados han de estar bien dispuestos, capaces de recibir el golpeteo de las olas que, literalmente, tratan de descuajaringarlo. Esto se logra con firmeza y capacidad de absorción, flexibilidad, adaptación. Es una especie de empatía con el medio. Por su parte el fondo, si en algo se distingue, es en su aplomo: una firme voluntad a prueba de las más grandes tensiones, capaz de aguantar sobre sí misma no solo a la nave en sí con toda su estructura, sino también albergar en su interior carga y tripulantes. Y por si fuera poco tener una dureza en su consistencia que le otorgue la capacidad de resistir las rocas y corales que externamente nos amenazan. Eso se llama responsabilidad. Di que en gran medida el cargamento que llevamos a bordo es aguantado por su alter ego, su hermana gemela la cubierta, que ha de cumlplir parecidos requisitos ademas de tener la convencida voluntad de mantener el barco estanco, seguro, frente a las dificultades que del cielo le vienen en sus más diversas formas. En definitiva una nave ha de poder caminar por la mar con generosidad en su propulsión y, mostrando amabilidad con su entorno, estar preparada y lista para por encima de todo llegar a puerto. Eso es compromiso. ¿Y qué no es todo este conglomerado de capacidades y virtudes sino Amor?
En Agosto de 1519, de Sevilla partieron capitaneados por Magallanes cinco barcos, con un total de 234 hombres a bordo, con el objetivo de dar la primera vuelta al mundo. Su segundo, Elcano, regresaría tres años después al frente de una flota de un solo barco tripulado por dieciocho supervivientes. La misión, auspiciada sin remilgos en aquel entonces por los reyes, logró su objetivo, sí, estableciendo la primera ruta conocida para circunvalar el globo. Pero tan gran logro supuso pagar un elevado precio en vidas y recursos. Quizá, sin pretender quitar mérito a tamaña hazaña, no se cumplió la misión del mejor de los modos. ¿Cómo no sería el lamento de los que llegaron por todo los padecimientos y pérdidas de su odisea? Qué agridulce éxito con el llanto de los que no vieron regresar a los suyos como telón de fondo.
No, no parece una tarea fácil la de surcar los mares... ni las tierras. Al final cualquier preparación es poca para evitar lo inevitable. Aunque esto parece dejar claro que lo importante es el camino, no la llegada. Y ese camino afortunadamente también enriquece, fortalece, consolida. ¡Qué majestuoso resulta un navío navegando! Respira un aire de entereza y de autenticidad que le confiere una personalidad admirable. Es como si hubiera hecho suyos, como si hubiera interiorizado cada ola y cada cambio de rumbo, cada marea y cada temporal, cada braza de mar y cada soplo de viento.
Hablando de viento, Joshua Slocum, canadiense, fue el primer hombre en dar la vueta al mundo navegando en un velero en solitario. A finales del S. XIX partió de Boston en el Spray, un velero de poco más de once metros. Era todo un desafío, en una época en que los pilotos automáticos, la radio, los partes meteorológicos, las velas enrollables y San GPS no formaban parte ni siquiera de la ciencia ficción. Esta hazaña, realizada además en un contexto donde el único motivo para navegar era el trabajo, está magníficamente documentada en su libro “Navegando Solo Alrededor del Mundo” (Ed. Plaza y Janés). Regresaba a Estados Unidos tres años, dos meses y dos días después de su partida. A su llegada Slocum declaró sentirse diez años más joven y destacaba el crecimiento interior que supuso la aventura, como refiere en su libro al decir que “Un espíritu de caridad, incluso de benevolencia, había crecido con fuerza en mi naturaleza a través de las meditaciones de aquellos días supremos pasados en la mar”.