La niebla
Subimos hasta lo más alto del risco sabiendo de antemano que las nubes bajas que nos habían acompañado todo el tiempo, no nos dejarían ver lo que quería enseñarle. Siempre le había hablado del mar infinito y de las vistas que, desde arriba, sobrecogían de tal manera que nadie quedaba indiferente. Confié en que las nubes desaparecieran y, por momentos, pareció incluso que podía intuirse la increíble playa que se veía desde lo alto.
Allá arriba, en el risco, sentimos la insoportable levedad de los seres. Aquellos momentos envueltos en niebla que nos fascinaron porque no podíamos ver nada salvo la niebla misma, se convirtieron para nosotros en lugares sin paisajes, casi fantasmagóricos, aunque en ocasiones molestos por el constante soplo de un viento intenso que pedía paso.
Allá donde la lógica pierde sus incómodos ropajes y la razón queda a merced de su propia desnudez, todas las cosas y las personas que había cerca aparecían a nuestros ojos como si estuviesen disfrazadas o desdibujadas.
Hablarle del mar que no podíamos ver, envueltos en la niebla que lo ocultaba, era como esperar que el telón de humo se elevase para que empezase la obra de teatro. Él escuchaba paciente mientras yo le confesaba que andaba perdido, que no sabría regresar a mi vida. Vengo de ese miedo –le dije. Él, que sabe tranquilizar, aprovechó para contarme historias de sus idas y venidas por el mundo cuando era marinero en un barco carguero que cubría la ruta desde la isla de Annobón, pasando por Bioko, hasta Abiyán. También eran frecuentes en sus travesías las nieblas que ocultaban el horizonte, incluso la chimenea y la cabina del barco. Y era allí, rodeado por aquellas nieblas, donde él dejaba volar los pájaros de su cabeza e inventaba historias, como la de aquella vez que imaginó el regreso de su padre a su Guinea natal desde el exilio.
Finalmente, me contó que el buque quedó varado en una bahía sin posibilidad de ser remolcado. Él y el resto de los tripulantes se quedaron a bordo durante un mes para después abandonarlo a su suerte, que las tormentas y la herrumbre fuese deshaciendo la nave hasta que casi no quedase rastro de ella.
Poco después llegó aquí. Y allí estábamos él y yo, un marinero curtido en largas rutas y no pocas aventuras y un oficinista fascinado por la geografía que intentaba enseñarle un trozo del mar infinito visto desde el risco más alto de la isla. Su exquisita educación le hizo callar para no romper el sortilegio tejido con niebla y palabras.
Eres un buen contador –le indiqué cuando llegó al final de su historia de mar y barcos, de aventuras y frustraciones. Entonces dejó asomar sus blancos dientes en una enorme sonrisa y respondió: soy contador de palabras, pero jamás podría plasmarlas en un papel como tú haces para ser leídas después.
Ismael es hoy estas palabras mal juntadas donde, escondido entre la niebla, cuenta cuentos para que yo las rubrique en su nombre y para que jamás se olviden.