LA ISLA DE LOS LOBOS

Cuando el verano comenzaba a despertar en nuestra vida, en el hemisferio sur las gélidas temperaturas del mes de junio anunciaban que el invierno austral estaba llegando. 
Era quizás muy temprano para salir porque cuando miré por la ventana, el blanco que ya todo lo cubría brillaba en la todavía oscura Ushuaia. Ataviado con  aquel tremendo abrigo, la bufanda a rayas y unos guantes de piel, crujiendo la nieve bajo mis pies, me dirigí hacia el puerto para subir a la embarcación que recorrería el Canal Beagle. 
Quise vencer mi temor al frío y con inesperada heroicidad subí a cubierta, donde unos pocos contemplaríamos después cómo el mar se partía en dos al paso de nuestra nave. El viento helado movía la bandera blanquiceleste argentina que ondeaba en la popa del barco mientras que ese mismo aire me congelaba los ojos, la única parte de mi cuerpo que permanecía a descubierto.
Los cormoranes y las gaviotas australes nos seguían, pensando quizás que nos dirigíamos a pescar. A nuestra espalda, las montañas nevadas nos vigilaban.
A lo lejos se divisa el Faro Les Éclaireurs enclavado en un islote en medio del canal. Lo rodeamos para verlo en todas sus vertientes y me descubro mostrándome celoso del vuelo de los cormoranes que planean y giran alrededor a su alrededor.
Al fin llegamos a nuestro destino, la Isla de Los Lobos. El silencio entre nosotros es absoluto. Decenas, cientos de leones marinos se apostan en colonia ante nuestros ojos. Las hembras permanecen junto a sus crías sin importarles nuestra presencia o sin darse cuenta de que les observamos. Mientras, los grandes machos se mantienen más alejados, solitarios pero alertas. Incluso alguno de ellos se lanza a las gélidas aguas.
Mirándolos, retrocedo treinta años en mi vida. Fue mi primera vez en un zoológico cuando vi a estos animales. Niño yo, el recuerdo de su simpatía provocó que repitiera varias veces la visita. Y por ello me juré a mí mismo que un día iría a verlos en su hábitat natural. Hoy, muchos años y 13.000 kilómetros después, los tengo frente a mí.
La sensación de observar vida salvaje me estremece. El movimiento de esos enormes cuerpos que saltan y sus gritos de grandes mamíferos difieren mucho de aquellos animales que contemplé hace tantos años en el lugar equivocado.  Creo que también me conmueve esa libertad del león marino que yo no había detectado anteriormente. 
El barco empieza a girar gradualmente y la Isla de Los Lobos queda detrás de nosotros. Me despido de los leones marinos en silencio mientras quiero pensar que ellos, en su pedazo de islote, me miran.
 
FOTO: FRANCIS PÉREZ www.uwatercolors.com
TEXTO: MARIO M. RELAÑO pensamientosmario.blogspot.com