La calle del Miedo
Vivía en la calle de la banqueta. A esa calle sólo se podía ir expresamente pues no desembocaba en ninguna otra. Era, posiblemente, la más estrecha y corta de todo el pueblo. Para entrar a su casa había cuatro escalones, y en cada uno de ellos una maceta de geranios adornaba la subida. La calle era excesivamente tranquila y, si por algún motivo extraño se oía algún ruido, más de un visillo se movía en las ventanas para ver quién venía a interrumpir el silencio que todo lo llenaba.
Por la noche, apenas dos farolas alumbraban la calle, una en una esquina y la segunda, más pequeña, en la otra. En realidad eran suficientes para las dimensiones que tenía la calle.
En la noche de autos sólo se veían tres ventanas con luz, los demás vecinos dormían además de varias viviendas que estaban deshabitadas. El primer ruido resonó fuerte. Parecía como si hubiera rebotado en la pared de enfrente. Fueron más de tres segundos de estruendo. El segundo y último fue el definitivo.
Él se asomó y vio una banqueta tirada en mitad de la calle. Al igual que la suya, pudo ver más miradas tras los visillos. No se oyó más ni nadie salió fuera.
A la mañana siguiente, el día amaneció húmedo, con mucha niebla. El silencio lo invadía todo. La banqueta se intuía en el mismo lugar sin propósito de ser recogida.
Una semana después, la niebla seguía envolviendo las casas y no podía ver desde su ventana si la banqueta seguía allí tirada. Entonces comenzó a llover muy fuerte como si un mar estuviese desaguando sobre el pueblo. Por mucho que miraba tras el visillo sólo distinguía el río de agua que bajaba calle abajo. Se calzó sus botas y un chubasquero y, abriendo el único paraguas que tenía, salió fuera y se dirigió hacia la banqueta. Allí seguía tirada. Miró alrededor, la recogió y tuvo la vívida impresión de estar viviendo en un pueblo deshabitado. Tenía la certeza de que ya no había nadie tras los visillos observando. Primero sintió una ligera angustia, después sintió y reconoció el miedo. Corrió nuevamente a casa y esperó a que escampara.
No escampó. Durante semanas llovió y llovió y siguió lloviendo. El agua lo cubría todo, como si el mar cercano hubiese ido subiendo de nivel hasta alcanzar el pueblo. Él observaba día y noche la evolución de esa crecida antinatural del mar. Primero desde la ventana de la cocina del piso bajo, luego desde el primer piso y después desde el segundo, donde desde antiguo se curaban los jamones, las morcillas y los chorizos, los racimos de uva, y ya finalmente desde el tejado, sentado en la banqueta, protegido por el paraguas. Frente a él, el mar inmenso crecía y recibía la lluvia, y pensó, lleno de dicha, que nunca había visto nada tan extraordinario, y que la aventura que estaba viviendo merecía ser contada si acaso sobrevivía.