El viejo y el mar

Francis Pérez fotógrafo submarino y Mario M. Relaño escritor y poeta, fusionan su creatividad en esta sección.

 


Como cada madrugada, unas con más estrellas que otras en el cielo pero todas ellas frías, salía de casa el viejo muy abrigado con un chubasquero, por aquello de si llueve, una gorra de pana y una pipa humeante de tabaco picado. Su piel hacía tiempo que olía a salitre, quizás porque ya la llevaba incrustada entre los pliegues formados por sus años. Se dirigía al puertito donde le esperaba su pequeña embarcación a la que él llamaba “Flora”, en honor a su difunta esposa. Salía hacia alta mar, en silencio, roto solo por el ruido de las olas que chocaban contra el muro donde dormían el resto de barcas amarradas.
La travesía duraba alrededor de una hora y media y siempre llegaba hasta el mismo punto, dirigido por una brújula con trozos oxidados por el uso constante que hacía de ella. Una vez llegado al lugar deseado paraba, lanzaba el ancla al mar y preparaba los aparejos de pesca.
Con el sedal en el agua, sujetaba la caña y era entonces cuando dejaba salir sus pensamientos, casi siempre de tiempos pasados. Alguna vez le habían oído decir que a su edad ya no le aguardaban sorpresas y que esperaba a la muerte sujeto a una caña. Bien es cierto que cumplía su ritual a diario por lo que los que le conocían temían que un día no regresara porque la muerte no le dejara soltar la caña.
Aquel día en cuestión, cuando más absorto estaba con sus reflexiones, notó como la caña se movía dando tirones. Observó

el mar y lo vio. Allí estaba la presa que siempre había soñado pescar y tantas veces se le había escapado. Eran ya viejos amigos. Parecía que aquel gran pescado viniera continuamente a saludarle para luego marcharse sin engancharse al cebo. Pero aquella fría madrugada no pudo desengancharse del anzuelo que se le quedó bien clavado en la boca y que dejaba un hilillo de sangre en la superficie del agua. El viejo seguía tirando y cada vez lo veía más fuera, mientras el pez lo miraba como diciendo “no, por favor. No es un buen momento para mí”. Luchando ambos, uno hacia fuera y el otro hacia dentro, pasó más de media hora de tiras y aflojas. Finalmente y con mucho esfuerzo, el viejo pudo lanzarlo hacia afuera y el pescado cayó en la barca donde moría implorando. Durante aún varios minutos saltaba moribundo en la barca antes los ojos cansados del viejo. Al rato, no se movió más y el viejo giró la barca de regreso a casa.
A su llegada al muelle y ya rozando el mediodía, la gente se arremolinó incrédula ante semejante pescado que el viejo traía. Él no dijo nada, como casi siempre. Salió de la barca dejando el pez como atracción para el público y se encaminó a casa. Dicen del pescado, que Manuel, el de la fonda, dio buena cuenta de él para un banquete.
La historia del viejo y el mar y el tamaño del pez fue pasando de padres a hijos, y por eso ha llegado a mí, y ahora a ti, a pesar de que yo no soy Hemingway ni nunca he pretendido serlo al escribirla.