EL DÍA QUE ARRIBÓ EL BARCO AZUL

Félix Hormiga

El día que fondeó en la bahía el barco azul fue una sorpresa para todos, pues nadie lo había visto acercarse. La gente que andaba por el muelle vio cómo comenzaron a brotar de la nada unos mástiles. Realmente lo que ocurría es que el barco que era del color del mar y el cielo realizó la maniobra de arriar las velas que también era del color del mar y el cielo, dejando al descubierto sus tres mástiles de samanguila.
Si hubiera sido un buque de guerra nos tranca a todos, dijo Ezequiel Gutiérrez, el relojero, que admiraba la disciplina del enemigo, cualquiera que fuese, y criticaba la indolencia del ejército de lo que él llamaba la patria. En el puerto nadie conocía la palabra patria, sólo él la decía, además la decía a cada momento y para cualquier cosa. La gente llegó a entender que el palabro era una especie de comodín que podía usarse para todo, por ejemplo: Me duele la barriga más que la patria, o, el que tuvo más patria que la puñeta fue Edelmiro que le salieron todos los hijos buenos. Lo más raro que yo particularmente he oído es: Hoy me duele la patria, dicho con aire grave y sin tocarse ninguna parte del cuerpo, sólo una mirada extraña como somnolienta. Un día un conferenciante que estuvo en el Casino habló sobre la patria y casi todos los que estaban congregados comenzaron a reír, pues pensaron que se había encontrado con Ezequiel Gutiérrez y que éste le había dado la lata con su traquina. El caso es que desde ese día la gente tuvo mayor confusión respecto a la palabra, el hombre había dicho palabras más incomprensibles aún para explicar lo de patria y todo el mundo salió del acto convencido de que ‘patria’ es algo muy extraño y, sobre todo, algo que tiene que ver más con los ricos que con los pobres. Sin embargo, la gente siguió usándola de comodín, hace poco escuché a una señora en la tienda de los Pérez, refiriéndose a la presencia de una naranja tocada que el dependiente había puesto en la balanza con otras: Esa no, que está un poco patria.
Del barco azul se acercó al muellito un lanchón del que saltó a tierra una docena de hombres rubios y sanos y una mujer gruesa con los labios pintados como una banderita de fiesta. Como tenía el pelo teñido de añil, maestro Ramón, el ebanista, la llamó doña Anilina.
La comitiva foránea usando el arte de las manos preguntó por la iglesia y hasta allí fueron acompañados los rubios y doña Anilina por una comparsa de los nuestros, realmente todos los que estaban en la calle, unos cincuenta o sesenta, hablando todos al mismo tiempo. Una procesión de costaleros de la palabra.
El cura, don Serapio, salió a recibirles, pues alguien había avanzado por los callejones para advertirle, así que cuando llegaron pudo ejercer sin problemas el arte de la adivinación, dejando perplejos a los extranjeros. Los rubios estuvieron hablando con él, dicen que en latín. Luego él mismo, tras entrar y salir rápidamente de la casa parroquial, salió con un pequeño bolso negro y acompañó a los rubios, sin decir palabra, hasta la lancha y se embarcó con ellos.
Desde el muellito la gente observó la lancha hasta llegar al barco azul y vio cómo don Serapio trepó hasta la cubierta. Se oyeron repiques de campana y murmullos, como cantos, de gentes en el barco, luego, pasada una media hora, un bulto cayó al agua y se hundió. Al poco el cura volvió a la lancha y fue traído a la escalinata del muellito. Se despidió de los rubios, esta vez no venía doña Anilina, y como en una misa de campamento se dirigió a los presentes:
–No ocurre nada, sólo han venido a dar cristiana sepultura a un ángel. Así que ya lo saben: durante cinco años no podrán echar nasas ni tender artes, allí donde ha sido sumergido el muerto. Nadie puede obstaculizar su llegada al reino de Dios.
Se oyó un agudo pitido de maniobra y todos miraron hacia el barco del que iba desapareciendo los mástiles y todo él en un instante, sin que la gente supiera que rumbo tomó.
–Padre, ¿porqué la señora tenía el pelo azul?, logró preguntar Roberto García, que no hacía preguntas que no tuvieran doble intención y que, por propio mérito, era jodelón y malo como carne pescuezo, a lo que el cura contestó: «no tengo ni idea, ahora, eso sí, una cosa tengo claro: yo no soy su padre». Con lo que todos rieron y se fueron a sus cosas.