Una tarde en El Charco

Pepe Betancort

Diré que yo no tendría más de ocho años. No más. Mis tías, que habían decidido pasar el día de San Ginés en la casa materna de El Charco, le pidieron a mi madre que me dejara ir y allí fui. Fui solo. Yo ya sabía perfectamente el camino. Había ido desde Valterra montones de veces con mi padre, a la pela, cuando era más chico y de su mano, ahora que era más grande. Íbamos siempre por la calle El Sarambeque, que siempre se me antojaba interminable, hasta que llegábamos a la casa de Tinilla, la curtía. En ese momento en que nos topábamos con la polvorienta calle Jacinto Borges ya sabíamos que estábamos en El Charco. No fui por el Morro, como hacíamos cuando íbamos a casa de Tío Santiago, sino por el callejón de la casa de mi abuela.

Debí llegar al mediodía. Levanté la aldaba de una de las puertas que daban al baldosado y entré como lo hacía con mi padre, cuando íbamos a buscar las cañas, las fijas, los aparejos o los remos de la faluga que él siempre colocaba detrás de la puerta. Ya por aquel entonces, yo conocía perfectamente la casa de mi abuela Margarita Morera. Todavía hoy, si cierro los ojos, recuerdo la casa perfectamente tal y como era. Incluso me acuerdo de todos los olores. Olía a polvo, a tierra seca, a maderas ancianas, a mar, al tabaco de mi tío Tino, a muebles viejos, al petróleo
de la cocinilla que había en el poyo de la cocina, al hollín de la enorme campana de madera y mampostería que terminaba en una chimenea diminuta en el techo, a leche hervida, a café recién hecho, a ropas guardadas en cómodas y arcones, a jabón de lavar la ropa, a jareas y a orines de gatos. Y, entre todos esos recuerdos, las imágenes de muchos cuadros con fotografías de parientes de otros tiempos, junto a un enigmático cuadro con la imagen de la que sospecho que sería la reina Victoria Eugenia de Inglaterra, que no sé por qué extraña razón estaba en aquella casa.

Nadie me oyó entrar. En la cocina había una gran algarabía alrededor de la preparación del sancocho, que ya estaba al fuego. A contraluz, mi silueta oscura en el quicio de la puerta de la cocina y junto a la destiladera fue reconocida de inmediato y con gran alegría por todas ellas. Me mandaron a quitar la ropa en la habitación de atrás y que bajara a bañarme al Charco, donde ya estaban los otros primos. Ese día, lo recuerdo perfectamente, mi prima Cristina Gopar me enseñó a nadar entre dos enormes barcazas amarillas que había en la playa, donde hoy se encuentra la Casa del Miedo. Hasta que llegó la noche, tuve en mi piel como un curioso cosquilleo, la maravillosa sensación de la ingravidez que se siente al flotar en el agua.
Tras la comida, a los más chicos nos llevaron a la habitación de atrás para que hiciéramos la siesta, mientras las mujeres se tumbaban en las camas de las habitaciones que daban al callejón que bajaba al Charco. Ni qué decir tiene que yo no me dormí. Jamás he podido conciliar el sueño después del almuerzo, porque luego siempre me he levantado de malhumor, como lo hacía Antonio, el cojo, el zapatero de El Lomo. Para no contrariar a mis tías, me hice el dormido sobre unas frescas y lisas sábanas que cubrían la desaparecida y elegante cama que tenía tallada la letra c en un detalle del cabecero, quizás porque aquel catre habría sido de mi tía Claudina Betancort.

Mientras jugaba con los dedos entre los finos y torneados barrotes del cabecero, examinaba exhaustivamente y en silencio cada detalle de aquella habitación en penumbra. Para mí, lo que más me fascinaba era recorrer con la mirada las vigas de madera del techo, atravesadas por un entablillado menudo de listones rudos que recorrían de lado a lado las paredes de la estancia y por las que se colaba el agua cuando llovía fuerte, dejando canelas y atormentadas siluetas que simulaban riberas de ríos imaginarios marcados en las paredes hasta perderse en el suelo de cemento, a modo de mar y que debería ser también el morir. También mis ojos se perdían en el largo paseo por la geografía nevada de cal que dejaba la rugosa y atormentada piel de las paredes, después de haber sido albeadas cientos de veces por las mujeres de la casa a lo largo de tantísimos años. De repente, la mirada se detenía ante el encuentro de alguna tacha olvidada donde una vez hubo un cuadro colgado o un juego de llaves de puertas que ya no se abrían.

Pero, sobre todas las cosas, nada me atraía más que una pequeña pieza de escayola que representaba a la clásica imagen de la sagrada familia. Tenía un niño Jesús, ya mayorcito, que iba de la mano de sus padres. El conjunto estaba pintado con vivos colores y descansaba sobre una repisa esquinera, junto a un fanal de cristal empañado con un sagrado corazón de Jesús que lucía muy estropeado y descascarillado. En vano me levanté y me alongué sobre la cama para intentar llegar hasta la pieza religiosa. En ese momento el colchón de paja seca se hundió entre las tablas del somier que lo soportaba y tuve que levantarme para colocarlo bien, sin despertar a mis primos que dormían plácidamente, bajo la fresca oscuridad de aquella habitación, asesinada por los pequeños haces de luz que entraban por las rendijas de la puerta que nunca se lograba cerrar del todo.

Descalzo y sin hacer apenas ruido, salí al patio donde el sol crujía en lo alto, devolviéndome al calor seco de agosto en Arrecife. Crucé frente a la cocina también a oscuras, de donde salían aún los olores del resto del pescado y del mojo que había sobrado del sancocho. A un lado del patio, sobre una mesa destartalada ardía al secarse la loza que había sido fregada tras la comida, espejeando los brillos de los cristales de los vasos y de la vieja cubertería de aluminio. Sin llegar a la puerta, ya oía los gritos de la chiquillería que aún seguía bañándose, tirándose, ahora con la marea llena, desde el Morro de la Elvira y sin descanso.

Al caminar siento que mi bañador aún está húmedo del último baño. Con mucho cuidado para no despertar a mis tías, que dentro de un rato se levantarán para hacer café, descuelgo la aldaba y abro la vieja puerta, mientras pienso en las veces que mi padre, de niño, habría abierto aquella misma puerta como yo lo hacía ahora para ver El Charco. Ante mí, allá abajo, una lámina de mar azul celeste claro se alarga hasta llegar a La Puntilla, para levantarse luego al cielo infinito, dejando tras de sí la silueta blanca de las casas, de la iglesia y de la torre de San Ginés. Arriba, unas gaviotas impertérritas y ausentes vuelan ajenas al discurso helénico de la luz y del calor tórrido que el sol deja caer para incendiar toda la ribera del Charco. Es verano y son las cinco de la tarde.

 

TEXTO: Pepe Betancort
FOTOGRAFÍA: Víctor Medinadelli