LA FELICIDAD
Hoy quiero recordar un cuento alegre, sin cerditos agobiados ni madrastras ansiosas de cirugía. Quiero recordar un abrazo cálido, un rebujado cariñoso del cabello infante reposado tibio sobre sábanas con olor a alcanfor y romero. Hoy quiero ser el niño feliz que sentía las manos ya descansadas de mi madre tras el largo día de la casa y sus empeños. Hoy quiero sentir de nuevo el roce de aquellos labios en la mejilla y el suave murmullo de las colchas de croché en la que se había invertido tiempo, afectos y mucho tridalia.
Un cuento alegre, tras haber sido mecido con tantos cuentos tristes, aunque con finales felices. Y me parece una meta tan ambiciosa recordar un cuento alegre que nada más repasar los años vividos incluso me parece un propósito inabordable. ¡Ay, qué dolor! Más doloroso que la memoria de la primera lluvia haciéndole un traje a la fachada de la casa de en frente, mientras yo, pequeño e incapaz aún para irme hacia la vida, colonizaba el vidrio de mi ventana de campos de vaho, pizarra para mis dedos aprendices de calígrafo.
¡La lluvia!
Desde mi ventana, desde mi tosferina o paperas, no recuerdo, porque mi memoria está ocupada en las imágenes de los escarceos de las gotas de lluvia en sus regatas en el cristal de la ventana, contemplaba cómo el cielo se ordeñaba sereno y constante. Tenía yo, por aquel tiempo, los ojos grandes como mi abuela y largas pestañas que a veces se cerraban como los apéndices de una planta carnívora. Y yo miraba con aquellos ojos de niño, aún vacíos, la calle de tierra empapada que comenzaba a hacerse minúsculas riadas por donde navegaban trocitos de madera, secas cápsulas, reservorios de coscos y barrilla que al mojarse se abrían y soltaban sus minúsculas semillas como un bombardeo de cargas de profundidad. Muchas de esas semillas se enterrarán en el barro y cuando les llegue el tiempo llenaran de verde la calle de tierra.
- ¡No te pegues al cristal! - grita mi madre desde la cocina. Siempre me he preguntado cómo las madres saben, ausentes y a distancia, lo que estamos haciendo, creo que tienen un sentido especial o algún sensor de movimiento que nos instala en las lunas que nos tiene a su merced en su vientre.
El cristal está frío y nublado de un denso vaho, en él hago dibujos efímeros con la yema de los dedos. Pizarra de enfermos, los cuadros de vidrio entretienen la congestión y el dolor de cabeza. La tos seca y el pecho roto es la banda sonora del cuarto que huele a medicamentos y a ropa planchada con los hierros. Afuera, Dios despacha agua con una generosidad nada acostumbrada, pues esta isla es un terregal seco y polvoriento, nido de vientos incubados por un sol constante.
Miraba hacia afuera, los ríos pertinaces que rasgaban el suelo duro y, de pronto, cruza por delante de mis ojos una niña, totalmente vestida de blanco y con una sonrisa soleada. Pego la cara al cristal y la veo de espaldas y la voy perdiendo y siento deseos de abrir la ventana para alongarme y no dejarla escapar de mis ojos. Suena el reloj de la abuela, que mi madre se llevó como herencia junto a un “tú y yo” de dos tazas bellamente esmaltadas, cuento las campanadas, diez. Y mentalmente uno esa hora al paso de la niña vestida de blanco y sonrisa soleada bajo la lluvia. Sé que los días que estaré enfermo, recluido en la habitación, llueva o no, pegaré mi rostro al cristal de la ventana un poco antes de las diez y esperaré a que la niña pase de nuevo.
Ya ven, soy incapaz de contar un cuento alegre. Hoy tengo 63 años y no sé cuántas horas extras, y no he vuelto a ver a la niña vestida de blanco y mirada soleada, me consuelo pensando que tal vez nunca ocurrió, que fue un destello cruel de la fiebre, lo prefiero antes de tener que admitir que tal vez nunca he sido feliz.