El otro París: viaje al Purgatorio Americano

Guillermo Cervera/Argemino Barro

Quién no ha sentido alguna vez la tentación de ponerse a caminar hasta olvidarse de sí mismo y despertar en una polvorienta clínica del desierto de Texas, con la barba desgreñada, agujeros en las botas de cuero trenzado y un número de teléfono apuntado en un papel.
Hace cuarenta años, el director alemán Wim Wenders comenzaba con esta escena su película más conocida, Paris, Texas, donde estudiaba la incomunicación y el sentimiento de culpa con el trasfondo desangelado del suroeste de Estados Unidos. Un país en el que resulta más fácil prosperar, pero también caerse de bruces y quedar atrapado en un purgatorio de carreteras infinitas y promesas plastificadas en casinos y tiendas de empeño.
“¿Estáis casados?”, nos pregunta la gerente de un motel con ropa tendida en las barandillas y botes de lejía serrados por la mitad llenos de colillas aplastadas. “Bueno, es igual. Lo que sucede en Baton Rouge se queda en Baton Rouge”, y proceden a indicarnos cómo llegar a un club de striptease llamado Crazy Horse.
Dentro del local hay hombres con gorra de visera y brazos gruesos que arrojan a las bailarinas desnudas puñados de dólares. Cuando las mujeres se acercan a sonreírles y acariciarles los bíceps, los hombres participan en la fantasía de que son atractivos hasta el punto de que algunos se la creen.
“Todas las noches alguien me dice que me quiere rescatar. Pero yo no quiero que me rescaten. Son unos pesados. Y algunos se propasan”, dice D, una bailarina afroamericana de veintinueve años que baila para su jubilación y para el hijo que está criando sola. D bebe su ginebra cuando por detrás se le acerca un empleado de camiseta apretada y le gruñe al oído:
“Vamos, a bailar”.
Si deambulásemos por el desierto con nuestras gastadas botas de cuero trenzado, huyendo de un pecado que en realidad siempre estará con nosotros, es probable que tarde o temprano acabáramos en la reserva indígena de los Chickasaw: la tribu propietaria del mayor casino de Estados Unidos.
El WinStar World Casino, situado en Thackerville, Oklahoma, tiene más de diez mil máquinas tragaperras en un salón tan grande como cuatro campos de fútbol juntos. Por todas partes hay refrescos y café gratis para mantener el cuerpo hidratado y la mente alerta. Pero el cuerpo y la mente, en un casino, se llevan a matar. Muchos jugadores tienen la espalda encorvada y un brazo doblado sobre la cabeza para agarrarse la nuca. El cuerpo quiere huir, pero la fantasía pulsa los botones del cerebro reptil y mantiene la mente cautiva.
Muchas de estas personas vienen de localidades como Oil City, en el linde de Luisiana, donde las viviendas prefabricadas se disimulan entre los restos oxidados de la cultura fabril y petrolífera. Las unidades de perforación todavía suben y bajan sus picos similares a grandes patos mohosos y las vacas reflejan el atardecer en sus lomos de color azabache.
En Europa también hay casinos, clubes de striptease y localidades en decadencia, pero el paso del tiempo nos ha colocado los guardarraíles de la tradición y las regulaciones.
Por las autopistas del sur de Estados Unidos las rancheras avanzan a toda velocidad ejerciendo una filosofía distinta. Son como la flota de un ejército de hombres libres y autosuficientes que se enorgullecen de campar en sus monturas cromadas.
Los estadounidenses practican la libertad hasta sus últimas consecuencias, conduciendo los coches más grandes, comiendo la comida más calórica, comprando montones de armas y dejando encendido el aire acondicionado aunque no haya nadie en casa.
Pese a que es dos veces y media más rico que un español, el habitante de Texas vive siete años menos, tiene cinco veces más posibilidades de ser obeso y doce veces más de morir asesinado.
“Estados Unidos es un país joven”, dice el predicador bautista Allan Hubbard, que lleva un versículo de la Biblia tatuado en el antebrazo. “Imagínate cómo debía de ser España cuando solo tenía doscientos cincuenta años. Tenía que haber mucho drama”.
Hubbard confiesa que tuvo una juventud problemática hasta que se “rindió” a Dios y decidió dejarse guiar por la “Palabra”.
Como quizás intuya el penitente del film de Wenders, escrito por Sam Shepard, el exceso de expectativas es un peso en el corazón y por cada burdel, máquina tragaperras, factura médica y abogado depredador, hay iniciativas comunitarias y miles de iglesias como la de Hubbard.
“El Diablo trabaja constantemente”, dice el pastor a sus fieles durante el servicio dominical en Paris, Texas. “Si la verdad es un folio en blanco”, dice sujetando un folio en blanco, “un puntito de tinta en ese folio no lo convierte en mentira. Pero deja de ser la verdad”. El predicador anima a los feligreses a donar dinero para seguir “plantando iglesias” tan limpias y austeras como la suya.
Si París, Francia, es una ciudad con historia profunda, arquitectura angosta y modales secos, en este Paris abundan el espacio y la simplicidad. Aquí las praderas son anchas como el cielo y todas las viviendas son apaisadas para que fluyan el aire y la convivencia.
Estos horizontes inacabables han sido el escenario de la Conquista del Oeste, de la clase media más influyente del mundo y de su lenta descomposición.
“En América, el espacio confiere envergadura incluso a la insulsez de los suburbs y los funky towns”, escribía el sociólogo francés Jean Baudrillard en su libro América, publicado en 1986. “El desierto está en todas partes y salva la insignificancia. Desierto donde el milagro del coche, el hielo y el whisky se reproduce cada día”.
Varias señoras septuagenarias entran al diner Mckee Family con andador. Un señor que se levanta del taburete parece que va a descoyuntarse y que tendremos que recoger sus miembros de entre la ropa de camionero para ensamblarlos de nuevo en el torso.
Los vecinos de Paris, Texas, nos invitan a visitar la pequeña Torre Eiffel que han construido entre un aparcamiento y un parque conmemorativo a los caídos en las múltiples guerras estadounidenses.

La torre luce en la punta un sombrero de vaquero de color rojo.
Es el Viejo Mundo conquistado por el Nuevo.

FOTO: GUILLERMO CERVERA @guillermocerveraphoto
TEXTO: Argemino Barro