El mar en la narrativa de José Betancort

Zebensuí Rodríguez

Si se tiene en cuenta que la palabra mar debe usarse inexcusablemente para definir el concepto de isla, no debe resultarnos extraño que la creación literaria de nuestro archipiélago esté impregnada de salitre. Pensemos, por ejemplo, en las endechas canarias –las primeras manifestaciones en lengua castellana de nuestra tradición literaria– y recordemos aquel famoso trístico: “Mis penas son como ondas de mar/ qu’unas se vienen y otras se van/ de día y de noche guerra me dan”. O recitemos aquellos célebres versos de Nicolás Estévanez, quien, imbuido del romanticismo regionalista del siglo XIX, cantó cómo “Mi espíritu es isleño/ como las patrias costas,/ donde la mar se estrella/ en espumas rompiéndose y en notas”.
No ha de sorprender, pues, que José Betancort Cabrera -nuestro Ángel Guerra- también mirase al mar en su producción literaria de comienzos del siglo XX. Ya en su muchas veces citado artículo “Alma regional” (publicado en Gente Nueva en 1900) dijo que “Nuestras letras son flores de sol, encajes de espumas, ramas de palmeras, canturias de ondas, batir de alas de gaviotas marinas, lo que en nuestro país vemos de continuo y eternamente amamos”. Ahora bien, ¿qué concepto de mar fue el que plasmó el de Teguise en su prosa? ¿Cantó al mar como símbolo de la patria, como hicieron Nicolás Estévanez y los demás regionalistas de La Laguna? ¿Acaso dibujó al mar como carcelero de la isla, tal cual pareció sufrirlo Alonso Quesada? ¿O tal vez clamó a ese mar triunfante que conectaba la isla con el orbe y del quiso presumir Tomás Morales desde su puerto de Las Palmas?
Es cierto que en sus primeras creaciones participó el lanzaroteño de las imágenes más trilladas del mar en la tradición literaria canaria, pero en el conjunto de su obra hay un concepto más profundo y revelador: el del mar como escapatoria a la servidumbre de tierra. Él mismo lo expresó de esta manera en un artículo que, titulado “Los Centenarios”, publicó en varios medios en 1921: “Los hombres de tierra adentro, adscritos a la gleba, se resignan a la esclavitud mansamente; los hombres habituados al mar sienten con pasión la libertad”.
En efecto, en la narrativa del lanzaroteño encontramos una oposición tierra-mar que no es casual y que, no en vano, justifica el desarrollo de la trama en novelas como Mar afuera (1907) y La Lapa (1908), por citar dos de sus obras más conocidas. En la primera de ellas, el protagonismo lo asume Celipe, un veterano marino que, tras perder un brazo, se ve forzado a abandonar la vida en el mar y a encontrar una nueva vocación en tierra firme. Sin embargo, “hombre de mar, nacido y criado en la playa, viviendo siempre en lucha con las ondas, resistíase, con invencibles ascos, a emprender cualquier trabajo tierra adentro”. Por ello, tras varias cavilaciones, alza el grito de "¡Al mar, no a la tierra!" y decide zarpar en su barca hacia su destino final, que no es otro que el de su muerte mar afuera.
Por su parte, en la novela "La Lapa" se narra la vida de Martín, un mendigo al que todos apodan la Lapa y que su juventud había enfrentado una trágica batalla por convertirse en un marinero experimentado. Desde el comienzo del relato, la trama se articula en torno a la lucha entre tierra y mar, algo que puede verse en el contraste que se establece entre dos símbolos: por un lado, el molino, perfecta imagen del trabajo en tierra y erigido en símbolo del confinamiento; por otro lado, los barcos, emblema del mar y representante de la libertad. Y Martín, obviamente, quiere huir del trabajo en el molino, en tierra, para convertirse en lobo de mar. De hecho, cuando el personaje camina como peregrino errante por los polvorientos caminos de la isla, dibuja el espacio de tierra como un entorno al que se siente siente incapaz de pertenecer: "sentía una aversión indomable por aquellos pasajes yermos, ásperos y desolados como un desierto, con un calor de horno a mediodía". E incluso en ocasiones parece como si fuese el propio entorno el que, con voluntad propia, quisiera impedirle sus pisadas con su «inexplicable hostilidad que les salía al encuentro, repudiándolos antes de llegar».
¿Por qué esta aversión a la vida en tierra? ¿Por qué es el mar la única escapatoria? No hay romanticismo en la respuesta, sino realismo: la situación en tierra era la de las mayores injusticias sociales, la de la desposesión, la del abuso… Podemos verlo en Tierra seca (1907), un contundente relato que recoge las ilusiones y frustraciones de un humilde labriego que, solo después de cuarenta años trabajando la misma tierra, logra hacerse con su propiedad. Mucho más cruda es A merced del viento (1912), pues en ella el autor encierra a todo un pueblo en un microcosmos en el que vivir entregados al trabajo de unas tierras que, injustamente, les devuelven un maltrato solo equiparable a la tosquedad de sus amos, igual de secos y violentos que las lindes que adueñan. Y más que acusatoria es Sin camino (1916), la crónica del medianero de un pobre cortijo que, tras largos años de fidelidad al trabajo, es expulsado por su amo sin mayor opción que una huida sin destino.
La prosa de Ángel Guerra huye del viejo y manido tópico de las Islas Afortunadas del que había venido participando incansablemente la literatura canaria y, por el contrario, muestra -y denuncia- lo tortuoso de la realidad del archipiélago. Y ahí el mar cobra protagonismo como escapatoria a una obligada servidumbre.

 

Texto: Zebensuí Rodríguez ilustración: juan francés