El hombre de timple

Texto: Félix Hormiga

La tarde había caído, Arrecife quedó con su techo de virgen planchando, miles de nubes minúsculas y esponjosas como zaleas del color del carbón encendido poblaban el cielo. Un trozo de sol, inmenso y dorado, aún se despedía allá sobre Los Ajaches.

Las calles del viejo Puerto pronto se oscurecieron, solo brotaban tímidas las luces de algunas perezosas lonjas y de los bodegones.

Había en el aire silencio, y una quietud casi religiosa.

Por la calle Real empezaron a oírse apagados pasos de gente que acudía a misa: dos mujeres seguidas de tres muchachos con riguroso luto y más allá un matrimonio mayor. De todos ellos brotaba un murmullo de voces que apenas podía escucharse.

Por la calle del Disimulo se acercaban a la iglesia las viudas recientes y los pobres, las primeras para no lucirse, metidas como estaban en el dolor, y los segundos por no tener ropa apropiada para andar por la calle Real.

Al poco volvió el silencio.

Entonces apareció un hombre, allá por el hotel de don Claudio Toledo. Cruzó la calle oscura y se puso a la altura de la tienda de don Ezequiel Morales. Se paró en medio, llevaba algo en su mano izquierda. Elevó su mano derecha y cogiendo el sombrero se lo bajó hasta el pecho, justo contra la pared del cuerpo que esconde el corazón, después, lentamente, volvió a colocárselo ceremonialmente en la cabeza. Aquel hombre acababa de saludar el camino que en silencio baja hacia el mar.

Parecía un hombre solo, en una isla abandonada, pero no estaba solo…, su mano izquierda acomodó contra el pecho un objeto de tamaño casi ridículo y accionando su mano derecha, en un instante llenó de música toda la calle.

Sí, amigo, aquel timple hizo andar a la ciudad, como si fuera la palanca de una noria. Se abrieron los postigos y rechinaron las grandes puertas de los zaguanes y el aire de las casas empujó a la calle a los vecinos. Y allí estaba aquel hombre, con su sombrero calado y aquel pequeño ser que contra su pecho bailaba las músicas.

Y tenía aquel hombre una voz, una voz profunda y triste:


Traigo de tu madre el beso,
el beso último,
aquí lo dejo
en tu camino.

Al final de esta calle,
el puerto y sus blancas velas.
Todos los barcos menos el tuyo,
aquel que buscó el abrazo de lo hondo
y te hizo hijo del abismo.

Barco ya eres, árbol navegante,
del inmenso mar ligero habitante.
En mis manos baila este timple
faro sea que alumbre tu regreso.

 

Ilustración: Atchen Pounapal