Caminar el ritmo de la memoria

zebensuí y Carlos

Probablemente, nuestra primera gramática estuvo hecha de pasos. Al erguir nuestros cuerpos y alzar la mirada hacia el horizonte, comenzamos a gestar un lenguaje sin voz solo con nuestro caminar, y este murmullo inaudible —tejido de ritmo y de atención— nos permitió empezar a leer la forma del contorno y a intuir, poco a poco, que no estábamos fuera del territorio, sino inscritos en su sintaxis. Más tarde, el pensamiento dio lugar a la palabra, y ya después, con la velocidad del discurso, hasta nuestra forma de caminar se transformó.
Hay quienes, aún hoy, caminan como si acariciaran el borde de un secreto antiguo, con la ternura que se ofrece a lo que ha resistido siglos en silencio y con la devoción de quien sostiene un fragmento de eternidad y teme quebrar la huella del tiempo. Por eso, avanzan sin prisa, dejando que el cuerpo se amolde al ritmo de cuanto les rodea, como si sus pasos entendieran —mucho antes que la razón— que cada muro guarda una historia y que cada curva del camino ha sido testigo de un gran hallazgo. Quienes así caminan transitan el espacio como si leyeran un libro sin encuadernar, deteniéndose en los márgenes, dejando que sea el viento el que les gire la página, y sintiéndose abiertos a lo que el lugar les quiera decir.
Otros, en cambio, apresuran el paso, con la mirada anclada en el encuadre, en la imagen que se toma y se abandona, como si el retrato solo sirviera para testimoniar que se estuvo en un lugar del que ya se había dicho todo antes de llegar.
Todo vale. Pero hay lugares que solo se revelan ante quienes se detienen, bajan la voz y no preguntan, sino que escuchan. Uno de ellos es Teguise, un pueblo que no se entrega al descuido ni a la prisa, porque en él su pasado convive con el presente con esa calma que solo nace donde el tiempo ha sido asumido, pero no vencido. Por eso, aquí cada paso es un gesto de reconocimiento; y cada calle, un hilo más en el tapiz ininterrumpido de la memoria.
Aquí, donde la piedra aún conserva la voz del tiempo, se alza la Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, espejo fiel de la isla misma. Fue fundada en los albores del siglo XV, cuando Maciot de Bethencourt aún recorría estas tierras tal vez guiado por la voluntad de su tío Jean y, no en vano, fue una de las primeras en alzarse en todo el archipiélago canario. La modesta estructura, primitiva y pura, se construyó con humildad: con bancos de piedra adosados al muro, sin ventanas, dejando que la luz —una sola, sobria y vertical— entrara únicamente por la puerta. Y aun en su desnudez, ofrecía cobijo, marcaba el pulso del pueblo y encarnaba su fe naciente.
Pero la barbarie no tardó en llegar. Los corsarios berberiscos —con nombres tan oscuros como Calafat, Dogali, Morato o Solimán— dejaron sobre ella su estela de hierro y fuego. Saquearon, incendiaron, arrasaron y hasta se llevaron consigo la imagen original de la Virgen —aquella que años más tarde apareció mutilada en Argel—, y con ella, se adueñaron también de una porción del alma del pueblo. No obstante, Teguise no se rindió. Tras cada ataque, tras cada ceniza, surgieron siempre nuevos muros, nuevos retablos, nuevas promesas. Así, piedra sobre piedra, limosna tras limosna, fue creciendo nuevamente el templo, delicado y tenaz como un verol abriéndose paso entre las lenguas apagadas del volcán.
Ya en el siglo XVII, bajo el cuidado obstinado de hombres como el capitán Luis Rodríguez Fleitas, la iglesia se transformó: se añadieron capillas, se blanquearon los muros, se labraron arcos, se incorporaron nuevas imágenes. El pueblo entero parecía volcarse en aquella tarea, como si levantar la iglesia fuera, en realidad, levantar su propia dignidad. Las limosnas no eran solo dinero: eran panes compartidos, brazos ofrecidos y jornadas enteras bajo el sol acarreando cal y tea.
Y, como en el resto de Lanzarote, la historia de Teguise también se escribió con fuego. El 6 de febrero de 1909, una chispa descuidada convirtió el templo en hoguera. El coro, repujado en cedro, se volvió humo. Las imágenes, los lienzos, el órgano... todo ardió. No fue el fin. Para 1915, el templo había renacido. No era idéntico: las antiguas bóvedas de madera habían sido reemplazadas por techos de cemento y la torre había sumado dos cuerpos nuevos. Pero el espíritu, ese, había permanecido intacto.
Y ahí sigue, como entonces. Como siempre. Como cada siglo. Hoy, quien sabe escucharla no oye solo sus campanas, sino que siente sus ecos de cal y piedra, de salmos y cenizas, de manos anónimas que un día pusieron su fe sobre la argamasa como quien deposita un voto secreto en la tierra. Su silueta, serena y firme, no es solo un testimonio del pasado, sino una forma presente de resistencia contra el olvido, contra la prisa, contra la superficialidad de los días idénticos.
Quizá por eso, en Teguise, cada paso importa. No solo porque deja huella, sino porque recoge las que vinieron antes. Y así, al caminar sus calles sin apuro, al escuchar lo que sus muros aún murmuran, uno comprende que la memoria no solo es algo que se conserva, sino también algo que se camina.

 

FOTO: Carlos Cantón @carloscantonfotografia
TEXTO: zebensuí rodríguez @mareasul

Foto época: Fondo fotográfico FEDAC