Tras las huellas

FRANCIS PÉREZ / MARIO M. RELAÑO

Aidan, joven escocés de casi treinta años, aceptó un trabajo peculiar: cuidar del faro en una isla deshabitada del archipiélago de Shetland. Sabía que no sería una tarea agradable, sobre todo por la soledad y por el clima implacable de lluvias y viento característico de las islas del norte. Sin embargo, el sueldo lo compensaba con creces y, al fin y al cabo, era sólo por un año. Con el dinero ahorrado, podría permitirse después hacer grandes cosas.
Tras una semana en la pequeña isla, Aidan había recorrido cada rincón. Aunque el clima había sido sorprendentemente benigno, el paisaje empezó a parecerle monótono. No quedaban lugares nuevos por explorar y en muchos momentos del día, el aburrimiento lo vencía.
Una noche, ya en la segunda semana de su estancia en la isla, vio una luz en el agua desde la pequeña ventana del faro. No supo explicar qué era aquello y enseguida volvió a su lectura, olvidando el episodio.
Pero pasó que, noche tras noche, a la misma hora, la luz reaparecía. A veces más tenue, a veces parpadeante, como si fuera la respuesta a algo.
Una noche se animó a quedarse despierto más tarde de lo habitual, esperando ver si aquella aparición seguía un patrón. Cuando la vio de nuevo, no era una simple luz: parecía moverse, lenta y deliberadamente, describiendo círculos sobre la superficie del agua. Fue entonces cuando notó algo aún más inquietante: el silencio absoluto. No el silencio común de la isla, sino uno más denso, como si el mar contuviera la respiración.
A la mañana siguiente, bajó a la playa decidido a buscar alguna explicación racional: restos de un barco, alguna boya… No encontró nada. Pero sí encontró huellas. Huellas alargadas que no parecían humanas ni de ningún animal conocido. Eran simétricas, con membranas marcadas entre los dedos, como si se tratara de un anfibio gigante. La disposición era en línea recta, con un ritmo casi matemático… Lo más extraño era que no llegaban desde mar, sino que quien fuera iba hacia él, como si hubiera salido del interior de la isla durante la noche para sumergirse en el agua.
Se agachó para tocar las huellas. Eran reales. Frías. Muy hundidas. Desvió la mirada hacia el océano y allí la mantuvo indefinidamente. Cuando volvió a mirar las huellas, ya no estaban. ¿Las había borrado alguna ola, la cual no le había mojado a él los pies… o nunca habían estado ahí?
Sintió entonces una presión suave en el tobillo, como si algo lo rozara bajo la arena mojada. Se giró bruscamente. Nada. Sólo agua y espuma.
Pero al incorporarse, lo notó: las huellas ahora estaban detrás de él.
Y esta vez… eran suyas.
Pensó que la soledad le hacía ver alucinaciones. Quizá las huellas no eran físicas, sino marcas en su conciencia. Aunque cada vez se decantaba por algo sobrenatural o imposible que mantenía las huellas visibles pese al mar. Quizá el aislamiento lo arrastrara a pensar que esas huellas eran las suyas propias, proyectadas desde otro tiempo.
Se inclinó una vez más sobre la arena, convencido de que al rozar aquellas huellas se desharían como todo lo demás que la marea reclamaba. Pero permanecieron allí, intactas, luminosas bajo la luna, como si desafiaran al propio mar. Y, al levantar la vista, volvió a ver aquella luz tenue que había vislumbrado durante varias noches, flotando en la distancia sobre las olas, como un faro imposible que parecía señalarlo. Entonces comprendió que no importaba si eran recuerdos, delirios o señales de otra realidad: aquellas pisadas lo reclamaban a él.
Y mientras el oleaje seguía borrando el mundo a su alrededor, supo que lo único imborrable era aquello que lo perseguía desde dentro.