LA ISLA DE LOS NÁUFRAGOS
Cada vez que naufragaba, inventaba una isla pequeña y solitaria cuyas cálidas arenas doradas recogían mi cuerpo herido y agotado, y donde el mar, con el jugueteo constante de sus olas, me despertaba despacio de los sueños -esos de luces al final del túnel- que me provocaba el sopor del casi ahogamiento.
Nunca dijeron que fuera fácil despertar tras horas de continuas brazadas y bajo un sol que, por momentos, me hacía ver espejismos como si de un oasis en el desierto se tratara. Para eso estaba allí mi isla, para abrazarme tras el agotamiento y darme una calurosa bienvenida.
Mi pequeño territorio inventado era diferente. Cuando llegué decidí que en la isla no cabría cualquier persona. Esta sería la isla de las historias. De cada naufragio que tuviera lugar en sus costas, yo mismo haría una selección de las personas que podrían o no descansar o incluso llegar a residir en ella. La selección sería de un modo muy especial: cada individuo que me supiera contar una bonita historia sería arrastrado por mí mismo hasta tierra firme y los incapaces de narrar o que incluso se mofasen de la belleza de un cuento se arrepentirían de ello y el mar se volvería amargo para cada uno de ellos.
Eso sí, después de este primer obstáculo superado y una vez pisada tierra firme, todas estas personas se encontrarían con una segunda prueba. Los que lograsen llegar vivos a la isla y quisieran permanecer en ella, deberían de representar con mimos, gestos o incluso música y bailes, esa misma historia que anteriormente me habían contado.
Los mejores cuentistas son también los mejores utopistas. Si el cuento era bueno y me gustaba su narración y representación, yo les cedería unos acres para comenzar una nueva vida en la isla. Si su narración no me convencía les ayudaría a construir una balsa que aguantase la travesía hasta el primer nuevo destino costero que figurase en mis mapas.
Después de varios meses solo y aburrido en mi isla, un día, tras una aterradora y eléctrica tormenta, llegó agotada y casi desfallecida una joven de tez muy blanca aunque ligeramente quemada por el sol que hacía ya unas horas calentaba cielo, mar y tierra.
Levantó sus ojos hacia mí cuando detectó que mis desnudos pies casi le rozaban, abrió la boca, movió apenas unas alas que le sobresalían de la espalda y casi muriendo entre palabra y palabra me dijo:
“No soy mujer de tierra, tampoco sirena. Levanté el vuelo para atravesar el océano y llegar al Río Éufrates antes del invierno. La tormenta me sorprendió y gracias a esta isla he sobrevivido. Mi nombre es Inna, soy un Sirin”. De repente, se puso a cantar hermosas canciones anunciando futuras alegrías. De fondo sonaban campanas, o quizás fueran ruidos de cañones.
Y entonces temblé y recordé, y de la memoria de mis lecturas mitológicas de adolescente emergió la sombra oscura de una amenaza. Estaba ante un Sirin, y supe que mi final estaba cerca a pesar de que ese día... no me venía bien morir.