RAMÓN D. PINO

“LA_ISLA_SOLEDAD”

[...] Verdad es que un charlatán, cuyo mayor placer consiste en hablar desde lo alto de un púlpito o de una tribuna, correría grave peligro de volverse loco furioso en la isla de Robinson. No exigiré a mi gacetillero las animosas virtudes de Crusoe; pero le pido que no entable inculpación contra los enamorados de la soledad y del misterio.
La soledad.
Charles Baudelaire.

Recuerdo que de pequeña me aprendí de memoria que una isla era una porción de tierra rodeada de agua por todas partes. Recuerdo que de pequeña aprendí muchas cosas de memoria. Cosas que fui olvidando con el tiempo o que han quedado aisladas de forma residual en algún lugar de mi imaginario. Incompletas, inexactas, corrompidas. Sin embargo no he podido olvidar el significado de isla, almacenado en algún lugar especial de mi memoria. Un rincón a donde no ha podido llegar el paso del tiempo ni el olvido y donde aquella porción de tierra rodeada de agua por todas partes continúa intacta, prácticamente inalterable.

Con el devenir del tiempo aquella isla aprendida y jamás desmemoriada se ha ido codificando, evolucionado hasta un estadio ideal de equilibrio entre fuerza y forma, entre gesto e impulso. Mi isla, la mía y de nadie más, es una mixtura orgánica teñida de sensaciones y sentimientos. Cada uno de nosotros lleva una isla dentro; una isla cargada con un significado único, especial. Cada uno de nosotros somos una isla, un sentimiento, una sensación.

De entre todas las islas, de entre todos los posibles archipiélagos que pudiera habitar, el mío es un arrecife de retraimiento, de soledad. Solidificado capa a capa, con cada estación, con cada marea. Mi isla es un atolón de aislamiento, a veces voluntario, otras tantas forzado. Es la isla de Robinson Crusoe, la fuente de su reveladora soledad. El lugar al que quiso huir Baudelaire hastiado de aquella vida moderna finisecular que inspiraría sus spleen. Es el paraíso explorado por Gauguín y el Arlés donde Van Gogh experimentó la soledad más absoluta. Mi isla puede ser aquella trinchera donde cayó herido Apollinaire, las habitaciones sombrías donde se suicidaron Diane Arbus, Mark Rothko o Charlie Parker, pero a la vez es el remanso luminoso donde Picasso refrescaba su inspiración; donde Chaplin encontraba la mueca que dinamizaba su trabajo.

Así es mi isla, una poderosa amalgama de retraimiento visual. Me concierne únicamente la experiencia de la clausura del individuo. La parábola del hombre y la mujer como seres que flotan sobre herméticos océanos de incomunicación. Un bucle sin fin en torno a esta fascinante idea visual que es la soledad, padecida y diseccionada tantas veces y de manera descarada y fresca por la edificante protagonista de Sex in the city, Carrie Bradshow, o por ese auténtico esteta de la insolencia trasgresora que es el doctor Gregory House; personajes que iluminan mis horas del destierro más voluntario.

Yo soy mi isla. Yo soy mi soledad y la soledad de la gente que vive en ella mientras me miran, mientras contemplan mi solitario arrecife. Auque solo sea un segundo. Al tiempo que se preguntan por el significado de mi Macondo más íntimo. Los códigos de ese universo en el que se adentra la gente o es desterrada. Un mundo lleno de silencio y de ruido. Un planeta muy parecido al asteroide B–612, aquel pequeño planeta en el que habitaba El Principito. Leí ese libro cuando era pequeña, cuando me aprendí de memoria que una isla es una porción de tierra rodeada de agua por todas partes.


[...] Viví así, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente, hasta que tuve un panne en el desierto de Sahara, hace seis años.
El Principito.
Antoine de Saint–Exupéry.

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