NORA URANGA

“MAÑANA”

Han sido muchos los días en que me dije que te iba a escribir mañana. Pero ese mañana nunca fue hoy y el hoy en que te escribo es ya un ayer.
Confieso que molesto por tu recuerdo, te escondí en mi corazón.
Cuando dejé nuestra tierra, ya creo que para siempre, estaba nervioso y asustado y alegre a la vez. Te guardaba en mi pecho, escondida, como se lleva una santa reliquia a la que adorar siempre. Durante el camino te amé, te hablé, te conté; disfruté de la brisa, del viento, de la lluvia y hasta de las piedras del camino que glotonas casi acaban con las nuevas alpargatas que tu me regalaste. Dormí poco, desvelado por las estrellas que, juguetonas, guiñaban sus luces componiendo tu hermoso rostro para mí. Y de pronto una mañana, lleno de luz, se acabó el polvo del camino, se terminó el sendero, desaparecieron los árboles y ante mis ojos sólo quedó una vasta pradera azul. No sé si en estos años, llenos de mañanas esperando esta carta que ahora escribo, habrás visto la mar. Yo ya nunca he podido volver a separarme de ella.
Encontré un barco que quiso llevarme a bordo como grumete. Su lento caminar sobre las aguas, convirtió la despedida en una larga procesión de sensaciones, que aun recuerdo, sesenta años después. A ratos, cuando mi labor lo permitía, sentado en la popa, hinchaba el pecho imaginando una vuelta cargada de riquezas que posar a tus pies; a ratos, en la tempestad, me sentada en la cocina frente a un trozo de papel blanco, que terminé arrugando, intentando contener mi excitación y así escribirte; pero corto de palabras posponía al mañana mi mensaje, convencido de que debía llenar mis días con aventuras que narrar. A ratos, avergonzado, lloraba tu ausencia, encogido en el catre que por cama me habían dado. Un mes tardamos en cruzar el gran océano y en la tarde de un ocho de Mayo puse mis pies en la ciudad de La Habana. Sí, sé que dije que iría al continente, a la rica Venezuela quizás, pero el aire de esta tierra, lleno de salitre y humedad, marinero siempre, me atrapó para siempre.
Sabiendo de cuentas y letras, me fue fácil encontrar trabajo en la Notaría de D. Manuel Espinosa, hombre religioso y honesto, quien en su pasión por los libros y el estudio, me empujó a la Universidad donde estudié Leyes. ¡Cuánto orgullo sentí entonces! Estaba lleno de esa arrogancia juvenil que tanto nos molesta a los viejos; no sentía dudas, ni había preguntas que contestar. Te quería. Seguía sintiendo en mi pecho todo el amor que me inspirabas, pero tu imagen había perdido en parte su color, y mi ambición había derrotado mi urgencia. Seguí trabajando para D. Manuel, para quien ahora era el hijo que nunca tuvo. Un día, ya viudo, decidió volver a su tierra dejándome negocio y hacienda. No lo comprendí. Hube de poblar mi cabeza de canas y perder mi juventud y madurez para entenderle; para aprender que nada es importante si no lo compartes con tu Amor.
¡Cuantas veces he temido escribirte y no recibir respuesta! En mi egoismo, no he contemplado ni siquiera la posibilidad de tu muerte.
Me dicen ahora que puedo volver allí y abrazarte en unas pocas horas. Me dicen que ya no hay caminos polvorientos, ni piedras glotonas que coman alpargatas; pero yo me pregunto si tampoco habrá árboles que protejan de la lluvia y el sol, o si todavía seré estrellas que quieran dibujar tu hermoso rostro para mí.
Sentí necesidad de escribirte, no pensando en volver, pues la mar me tenía sujeto con extraños lazos, sino en la esperanza un tanto ingenua de hacerte venir. Mañana me dije. Otra vez mañana. La revolución andaba cerca y los acontecimientos políticos se precipitaban. Decidí seguir esperando. La revolución llegó. Entusiasmado, fiel a mis ancestros y a mis ideales de juventud, entregué toda mí haciendo y fortuna para ponerme a trabajar por un mundo nuevo, lleno de justicia social.
No sé por qué un hombre pospone toda su vida una decisión, ni conozco la última razón que ha bloqueado mi mano tantos años, angustiándome un poco más cada día. No entiendo por qué ahora recuerdo con tanta clara nitidez nuestros paseos hasta el palomar, mirándonos, temerosos de ser descubiertos. No adivino cómo puedo verte al atardecer, con tu pelo negro flotando en el cielo mientras sonriente bailas descalza para mí agitando tu vestido blanco.
He pasado los últimos diez años en casa mirando la mar incapaz de escribirte.
Solo ahora, sabiendo que únicamente un milagro pondría esta carta entre tus dedos, me he atrevido a manchar con tinta este viejo y arrugado papel.
Ahora que ya es ayer.

Tuyo siempre, Juan.

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