INMA MARCOS

Edimburgo, 1994.
La luz del faro. Unas cuantas botellas con mensajes dentro. Sin miedo, pero con respeto. Las tres frases del chico de piel azul, hijo del capitán Nemo y la dama de las Camelias. Tenía una bañera grande, antigua, dentro nadaba hasta el infinito. Las distancias largas no le asustaban, ni los lunes, ni los domingos. Si algún día perdía la memoria, tendría siempre los mensajes escritos dentro de las botellas, el sabor del mar, la intuición en la espalda. Si su imaginación desmesurada lo llevaba al otro mundo, quedaba la luz de faro, entonces se transformaba en tortuga de caparazón grueso y sonrisa ancha.
Cuando estaba triste, dibujaba dragones que luego construía en papel y que dejaba volar en las noches de arena roja. Se había tatuado en el brazo un reloj sin agujas, como pasaporte hacia el paraíso. Su mejor amigo, al que llamaba Vietnam distribution, le contaba historias de otras épocas, con guerreros invencibles y samuráis de cabellos largos.
Nadie había visto nunca al hijo del capitán Nemo y la dama de las Camelias, pero todos sabían que existía. La medusa de ojos claros y el calamar gigante, compañeros inseparables, viajaban con él a donde fuera, cerca o lejos de las fronteras inventadas, a los columpios del océano, incluso a Arizona, o al lado de su casa. Siempre dibujando una espiral.

Toulouse, 2004.
Miraba una y otra vez lo que había en el fondo del espejo. No encontraba nada, nada aparte de su imagen ¿De dónde venía la luz? Le intrigaba esta cuestión. Pensó en el color rojo, una habitación con una puerta abierta en la esquina, unas palabras gigantes escritas en el suelo, un gramófono sin música. La perspectiva. El espacio vacío. Un dibujo dentro de otro.
Sentía vértigo cada vez que entraba en este delirio. Un barco lo llevaría hasta el océano. Allí, la nieve se fundiría con los icebergs que viajaban de un lugar a otro, guiados por las corrientes y el viento. Flotando como el líquido de su cuerpo. Dejaría de llover. El puente…, por fin podría respirar, y tal vez cruzar. Utilizaría su calidoscopio para averiguar las distancias que le separaban de los seres queridos.
Se detuvo un momento, observó su cuerpo, sus manos, reconoció su alrededor. Se dijo, el entusiasmo viene de Grecia, todo va bien. Puso en marcha el metrónomo para no perder la esperanza y salió murmurando la única fórmula matemática que conocía. Divisó desde lo lejos las carreteras soleadas, las luciérnagas diurnas, el círculo polar, el principio y el final.

 

 

Ámsterdam, 2005.
Ellos nunca llamaban, ni siquiera aquellos con cara de suspiro y corazón ligero. El océano estaba tan lejos…
Abstracción, concreción.
Todos los días del mundo…, todos los amores, desencuentros, pasiones… La noche había sido larga, ya no la recordaba.
Ahora, cada minúscula parte de su cuerpo formaba un universo aparte, transparencias flotantes como medusas. Se puso la ropa de ensayo y entró en la sala vacía. Había ido encontrando trozos de lo que denominaba realidades perdidas, y se había propuesto ordenarlas ¿Qué iba a hacer con todo este material? ¿Cómo ordenar lo que por naturaleza es desordenado?
El cuerpo: diamante o basurero. Era simple. Pensó en los híbridos del mar. Puso la música que había traído, y escuchó en silencio.
Se preguntó por qué cuando observaba el horizonte sentía una paz infinita. Concéntrate, se dijo.
La suerte de estar vivo, la suerte de estar, la suerte, la…
¿Cuántas esquinas había visto en su vida? ¿Las había contado alguna vez? ¿Por qué se le ocurrían este tipo de preguntas absurdas? Los dientes están relacionados con todo el cuerpo, pensó. Un árbol en medio del océano.
Concéntrate, concéntrate, repitió. Cerró los ojos y dejó de pensar, pasó un rato. Estamos a un lado, al otro. La diagonal. El arco. Empezó a moverse lentamente. Reconoció, desde lejos, el columpio colgado por la borda del barco.

París, 2009.
Vietnam distribution, como lo llamaban sus amigos, había nacido para ser mago y buzo, no le cabía la menor duda. Mago de palabras y cuentos de samuráis, y buzo de metáforas en aguas cálidas.
Le fascinaba la belleza de la imperfección, todo lo que era incoherente y absurdo. Soñador empedernido de músicas inexistentes y de viajes a Tahití. Llevaba varios años coleccionando títulos, por si acaso. Nunca se sabe, la vida puede dar muchas vueltas, solía decir.
Hoy es de día, mañana es de noche.
Había construido un cohete de papel que llevaba consigo como si fuera un amuleto. No conocía muchos trucos de magia, pero había guardado en su memoria una colección enorme de paisajes cambiantes a cada segundo. Le gustaba hablar de lo invisible cuando caía la tarde. Entonces se ponía la escafandra y bajaba al fondo del mar. En la oscuridad, sus ojos brillaban por una extraña razón que nadie entendía. Una vez allí, elegía una palabra al azar mientras observaba este universo silencioso. Luego, se dirigía hacia los seres desconocidos, susurrándoles al oído los secretos del calamar gigante y del boxeador, que un día, se convirtió en pez martillo.

 

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