Amelia Álvarez de Mesa

Lo sintió llegar, aunque no lo estaba mirando. Oyó claramente su voz desde lejos. La había empezado a reconocer casi desde el primer día. Gritaba algo indescifrable a los muchachos que se acercaban corriendo al pequeño espigón del muelle. Traían la clara intención de saltar todos juntos al mar. En el último momento de aquella carrera frenética, sintió perfectamente ese silencio impetuoso en el que los chicos llenaban sus pulmones y cogían impulso para lanzarse a la marea dando un salto. Luego, sonó el estrépito sonoro y rotundo de unos seis o siete jóvenes tirándose de cabeza o de botija al mar, arrastrando toda la fuerza del mundo y dejando tras de sí un reguero alegre de espuma y de salpicaduras violentas sobre las tranquilas y cristalinas aguas del Muelle de la Pescadería.

Hans salió de su ostracismo artístico. Dejó de emborronar con su carboncillo el block de dibujo traído desde Dusseldorf para contemplar el espectáculo de aquella estampida acuática de los jóvenes de las casas más próximas al Parador de Turismo. Con el cuaderno abierto sobre sus rodillas y abandonando sus manos sobre la lámina donde bocetaba, sin mucho acierto, siluetas de barquillos y chalanas sobre un perfil difuso de la marina de Arrecife, Hans buscó con su mirada ansiosa el momento en que él saliera a la superficie, junto a los otros jóvenes buceadores.

Vislumbró cómo las figuras humanas de los muchachos que se zambullían espejeaban entre un juego de azules turquesas y verdes cristalinos sobre la bahía en calma del domesticado Atlántico del Puerto del Arrecife. Salieron todos menos él. Ya casi se había aprendido de memoria la fisonomía de su cuerpo con la intención de preparar un estudio artístico al natural. Al menos, eso era lo que él mismo le decía a su conciencia para tranquilizarla.

Ya sabía distinguirlo entre el baile de cabezas mojadas que reían, bromeaban y gritaban frases incomprensibles sobre el agua, cuando se bañaban en aquellos mediodías gloriosos del mes de julio antes del inicio de las celebraciones de la Virgen del Carmen. Como siempre le ocurría desde que empezó a identificarlo, se inquietó porque no salía nunca a la superficie a la vez que el resto de los chicos. Era, con diferencia, el que aguantaba más tiempo bajo el agua. Aquellas esperas, aunque le aportaban un valor helénico de nuevo héroe atlántico, no dejaban de ser pequeñas mortificaciones que alteraban su estival y terapéutica estancia en Arrecife. Cerró los ojos y comenzó a contar hasta diez. Sólo llegó a seis. La inquietud se apoderó de sus párpados.

En ese mismo momento él salió con el brazo extendido fuera del agua, mostrando un pulpo que se retorcía al verse atrapado en su mano. Era el trofeo que justificaba aquella espera extraña. Su cara era pura satisfacción victoriosa al ver revalidado, una vez más y por puro capricho hedónico, el título del más joven y audaz conocedor de las cosas de la mar de toda La Pescadería. Nadó con determinación gloriosa dando unas enormes brazadas, con la intención de salir rápidamente fuera, antes de que el resbaladizo animal se le escapara y rompiera el hechizo de aquel nuevo triunfo ante la muchachería.

La excusa de la captura del pulpo fue la disculpa perfecta para dejar la aburrida actividad creadora y acercarse a la zona por la que él subiría con el pulpo enredado en su brazo. Sin soltar el bloc, con el corazón acelerado por la emoción de la escena y la proximidad inminente, Hans caminó despacio hacia el heterogéneo grupo de curiosos. Se coló entre los gritos, las risas y caras de asombro al ver la captura de un pulpo tras una rápida inmersión a pulmón libre que apenas había durado un minuto.

Antes de que el muchacho se soltara el pulpo de su mano derecha, el animal lanzó un chorro de tinta y le manchó parte de la cara y el hombro izquierdo, mientras se lo intentaba despegar. Tras las risas generalizadas, el jaleo victorioso y la emoción de la escena, el joven pescador se percató de que, mientras todos miraban entusiasmados cómo el enorme pulpo se movía sobre el mojado empedrado del muelle e intentaba escaparse en vano, una mirada callada lo observaba.

Hans apenas miró ni se interesó por la agonía del pobre pulpo. Se entretuvo en la observación de la geografía fluvial descrita por las oscuras gotas de la tinta del pulpo que le había cruzado la cara al muchacho, como una insólita lágrima negra que discurría desde las inmediaciones imprecisas de sus ojos hasta debajo de la barbilla, para luego perderse en un ramificado delta imposible que bajaba desde el cuello hasta llegar a un restregón negruzco que le cubría todo el hombro. El muchacho, descalzo, con los cabellos rubios aplastados por el chapuzón reciente y con una sonrisa eterna, se entretenía en relatar la captura a los que allí estaban presentes.

Cuando la novelería del pulpo no dio más de sí, la chiquillería retomó de nuevo la frenética tarea de lanzarse incansablemente a la marea. Un Hans inmóvil, bajo el sol quemón e implacable de un recién estrenado mes de julio, quedó suspendido en el tiempo sobre el empedrado centenario del muellito de La Pescadería. Portaba el bloc de dibujo abierto bajo el brazo, los carboncillos en la mano y una expresión cenicienta en su cara de ser la persona más desvalida sobre la faz de la Tierra.

El muchacho se detuvo ante él, mostrándole orgulloso el trofeo marino que colgaba nuevamente de su mano derecha, con la intención de despertarlo de su sueño hipnótico bajo aquel solajero. Movido por una fuerza oculta, Hans consiguió extender su mano oscurecida por el carboncillo con la intención de encontrarse con su homóloga teñida por la tinta del pulpo, mientras balbuceó en un español imposible algo que debió sonar a: “Me llamo Hans”. Él sonrió cortésmente, percatándose de que cuando le dio su mano y le lanzó un socarrón “Pues a mí me llaman El Caboso”, sabía que ambos se estaban manchando las manos mutuamente, como si estuvieran sellando un pacto oscuro y secreto de los que juran los niños hasta la muerte, cuando están jugando.

En ese preciso instante, en un desesperado y fallido intento por zafarse de su inminente destino, el pulpo se retorció inútilmente y dejó impresa sobre la hoja del bloc de Hans el último testimonio de su vida en forma de una inquietante mancha negruzca que, al deslizarse silenciosamente por la lámina, se transformó en un nubarrón tormentoso sobre el perfil desdibujado de la marina de Arrecife, como el presagio evidente que anuncia una desgracia.

 

“El Pulpo” es el primer capítulo de la novela corta El Caboso de La Tiñosa que la escritora arrecifeña Amelia Álvarez de Mesa (1970) tiene previsto sacar a la luz, con prólogo de Zebensuí Rodríguez y Pepe Betancort.

Ilustraciones: Nicolás Laiz Placeres

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