RAFAEL–JOSÉ DÍAZ

A la hora del sueño

No he podido quedarme
aquí en casa esta noche, sin que hubiera
una sola razón que me impulsara
a salir, más allá
del insomnio habitual o del encierro
a que estaba obligado por mi pronta mudanza:

es verdad que llevaba muchas horas
encerrado entre cajas, entre libros o trastos,
pero eso no explica
la insólita energía que empujaba
a mi cuerpo a salir a aquella hora
en que hubiera debido ir a la cama.

¿Era acaso un deseo contenido
después de muchos días solitario,
sin otra compañía
que mi mano derecha, juguetona,
pero siempre vicaria y maquinal,
o que sombras que apenas se podrían
llamar alguna vez recuerdos de los cuerpos
que en otro tiempo, en otras circunstancias
habían compartido la aridez de las noches
conmigo –o, por lo menos,
con quien era yo entonces?

Había, como siempre, dos opciones:
salir hacia la izquierda o, al contrario,
dirigir mi vehículo
a la derecha. Sin saber por qué
conduje hacia la izquierda: calles
de un pueblo apenas fantasmal,
transitadas por coches conducidos
sobre todo por jóvenes
solitarios que siempre
lanzan una mirada de reojo
al pasar, y sus ojos, ¿no parecen ventosas,
como si, aún incumplida,
la noche salpicara de deseo
su mirada al contacto con la mía?

 

Casi tan irreales
como los íncubos de todas estas noches,
ninguno se detiene, y yo prosigo
mi acechante circuito por las sombras.

Toda calle conduce
a otra calle vacía que a su vez
prolonga inútilmente el laberinto.
Podría detenerme o regresar,
pero sigo adelante
porque todo es lo mismo.

Dejo atrás el villorrio y me encamino
a la playa que ofrece por las noches
ocasiones de encuentros,
una mínima brecha
en el gris de la vida.
Han abierto en un muro
un enorme agujero
que, una vez traspasado,
da a unas ruinas absurdas
donde algunos espectros
se pasean en busca
de un instante de vida verdadera.

 


Un perro me recibe:
solemne, como si este
fuera su territorio, pero en cambio
es tanto su abandono que procura
incluso encaramarse a mi ventana
cuando detengo el coche.
Estar abandonado y no saberlo,
¿no es mejor que salir inútilmente
en medio de la noche o la conciencia
por callejas inhóspitas
hasta este descampado junto al mar?

Voy a salir, quién sabe
lo que fuera me aguarda
No oigo hoy a lo lejos el fangoso
rumor de las pardelas.
Incorporo mi cuerpo a un viento suave
que sube por mi cara mientras miro
el ramaje de estrellas que me cubre.

Que nos cubre, estaría
obligado a decir para ser justo,
porque a apenas tres metros se ha parado
otro coche, y ya sé
entonces que alguien me vigila.
Se equivoca al salir y al colocarse
frente a mí explicitando su deseo
con la mano derecha
entre una y otra ingle.
Yo prefiero el gemido de las olas
y perderme en el haz de los luceros.

Estaría durmiendo en este instante
si no fuera tan díscolo, tan necio.
Estaría ahora envuelto por la sábana
en vez de por las voces de este mar.
Soñaría quizás con unas nubes
acercándose a un negro acantilado
parecido al que veo
ahora, aquí, inflexible
en este insomnio.

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