RAFAEL SANTIAGO

verano

El joven caballero inglés paseaba por el puerto circunnavegando la figura de Sir Francis Drake.
La tarde sin branquias y escamas se desangraba sobre el sonámbulo óxido de los barcos.
La espuma malvasía rompía contra las rocas.
La luz crepuscular varada en los ojos de William Turner.
Las acuáticas risas de los niños jugaban con cabosos y aguavivas en los charcos de la playa.
Los viejos marineros, lobos de mar, fermentaban la sed que atraviesa mares y océanos en las tabernas iluminadas de tristeza, soñando con espectros con coronas de crustáceos a lomos de hipocampos, maldiciendo a los kraken y Leviatanes trajeados de las ciudades.
Las viudas en los bancos de piedra hablaban en silencio, tejiendo infinitas redes religiosamente.
En el mar, la luz bordó una silueta de sal entre los pentagramas de las olas.
El horizonte susurró el misterio al viajero.
Su exacta mirada nocturna contempló lo impenetrable.
El joven caballero inglés quedó cautivado nuevamente por el epidérmico canto de Ligeia.
Ella con la Rosa de los Vientos deshojada en sus cabellos.
Él con la Osa Mayor en su pecho atravesada por las flechas sagitarias.
A lo lejos repicaron las huérfanas campanas de la ermita, y la silueta se desvaneció entre el graznar de Guinchos y Pardelas.
El delirio ciego emergió bregando en su coraza de coral, iluminando la distancia hasta el faro de las sombras.
Su corazón echó anclas en los archipiélagos de la noche.
El joven marchó con la mirada extraviada hasta el hostal, con su botella de olvido llena de ausencias, acompañado por el balanceo de la blanca sombra del Capitán Ahab.
En sus pensamientos…
Said it’s all right...
And I will be alone again tonight my dear.
Atrás quedaba la inmensa feria azul y sus ensueños.

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