VIDA O COLOR

Rosa Elena Brito

Naufragué sin resistirme en la isla desde la que escribo. No necesité barco ni velas para poder verme en este lugar. Llegué una mañana, tras seis días, creo, de travesía sobre mar anaranjado y cielo profundo, sin mapa y sin cordura. Los busqué incansable durante mucho tiempo, sin suerte, hasta darme cuenta de que lo que pretendía era inútil. 
Me encontraba en la isla de los sueños, donde lo irracional tiene sentido. Me asusté. Esta isla no se encontraba en las cartas náuticas que solía estudiar. En cuanto me di cuenta quise salir de inmediato de ese decorado desesperante. Busqué puertas en todos los rincones de mi mente, tratando de aferrarme a recuerdos coherentes, a mares azules y soles brillantes. Cuanto más lo intentaba, peor era el resultado. Buscaba comida porque es lo que he visto hacer a los náufragos en las películas, en un intento de sentirme más real, más humana, pero no tenía hambre; en realidad, cada vez sentía menos cada parte de mi cuerpo. Tras no verme a mí misma, perdí luego la noción del tiempo y del espacio. El tiempo se deformaba y se expandía a lo ancho, mezclándose con el aire que creía respirar. 
Luché contra todo ese proceso con rebeldía y desesperación hasta la frustración total, temía que aquel estado nunca fuera a desaparecer. Estaba tan obsesionada con ordenar mi mente y percibir un entorno coherente, que me costó advertir que había perdido el sentido del tacto por completo. 
Sin entender nada, me rendí, hasta alcanzar un estado de pasividad absoluta. Podía flotar. En un momento de reflexión advertí que mi propia inquietud, quizá inexistente, quizá creada por mí misma formaba parte de un universo también inventado, en el cuál había hecho encajar como en un puzzle las leyes que creía que lo regían para adaptarlo a mi entendimiento. Qué cosas tan absurdas, pretender explicar y entender algo casi inaprensible y teóricamente ilimitado con una herramienta con tantos límites, la razón. ¿Un Universo inventado?
Descubrí que la búsqueda y necesidad de hacer cosas con cierto sentido y coherencia la había creado yo misma para hacer que funcionara el complejo engranaje vital que también había creado y en el que me sentía segura.
Fue entonces cuando empecé a aceptar mi nuevo estado y a asumir la metamorfosis que había sufrido. Empecé a dejarme llevar, a explorar posibilidades. No sabía si era aire, alguna forma extraña de vida o tal vez simplemente color. Descubrí luego que podía pintar el espacio a mi antojo y elegir lo que quería ser…
Vida o color. En aquel momento decidí ser color, como los que solían escurrir sobre mi paleta en una vida terrenal, cuando pintaba en aquella habitación estrecha. Aun los veo, les sucedió lo mismo que a mí en esta isla.
Materializados en pintura, se mezclan sin orden, sepultándose los unos a los otros, perturbados por el indefectible efecto de la gravedad que los empuja. No entienden la armonía del caos, la belleza de la sin razón; se aferran a su mundo sólido, al pincel, la paleta, soñando habitar algún día un lienzo muerto y ordenado. 
Pero violentos, gotean, tapizan el suelo salpicando y mezclándose sin remedio. Temerosos de perder su identidad, se dejan llevar rendidos, se diluyen en el agua que les ayuda a fundirse, a fluir sobre el suelo.
Ya no arañan, no se resisten, trepan solos por las paredes de la habitación, se retuercen entre sí, se deslizan por el techo y encuentran la ventana.
Cuando aprendieron a volar, estaba abierta.
Quizá la mente no sea tan limitada. 


Bienvenido a mi isla