LA CÁPSULA DEL TIEMPO

RICARDO BEITIA

De pequeño me encantaba recrearme con mis amigos en algo que nos fascinaba. No me pidáis fechas ni edad exacta. Haciendo un cálculo aproximado sería entre los 70 y 80, cuando todavía éramos niños y nuestras preocupaciones pasaban por conseguir el cromo que nos faltaba para completar la colección, pensar en el bocadillo que nuestras madres nos lanzarían por el balcón de casa para merendar o cómo íbamos a sortear una endeble valla metálica que separaba la calle de un solar en obras para dejar volar nuestra imaginación construyendo cabañas y naves espaciales con materiales de primera. Fue allí, creo recordar, en una de esas maravillosas tardes de verano a los mandos de una increíble nave espacial, cuando alguno de nosotros contó que los hombres enviaban cápsulas al espacio con mensajes y objetos para que los extraterrestres los encontraran y supieran sobre nuestro mundo, nuestro planeta, sobre nosotros…
Nos pusimos rápidamente manos a la obra. En aquella caja de cartón metimos un poco de todo: unas chapas de botellín rellenas de plastilina, de esas que impulsábamos con los dedos en una suerte de precisión endiablada; un destornillador usado en mil y un lanzamientos en el juego del hinque; unos cuantos cromos (de los repetidos, por supuesto) y una cinta de radiocasete con canciones de Parchís y Comando G. Había que dejar constancia de que éramos poderosos y de que en la tierra había naves capaces de convertirse en el Ave Fénix y protegernos. No fuera a ser que los receptores de nuestra cápsula del tiempo fueran hostiles. Junto a todo eso cayeron algunos cómics. El Capitán América, los Cuatro Fantásticos o la Masa (el increíble Hulk, para entendernos) representaban el poder suficiente como para hacérselo pensar a cualquiera que tuviera intenciones poco amistosas con nuestro planeta desde los confines del espacio. Por no hablar de Superman, padre de todos los superhéroes y azote de los villanos más atroces.
Éramos pequeños. Aquella cápsula en dirección al mundo exterior se perdía en nuestra imaginación llena de objetos y deseos propios de entonces. Vacíos de cualquier otra consideración que no fuera la de un niño encantado con la idea de que alguien, en un mundo muy lejano, nos descubriera y nos conociera.
Hoy, sin embargo, tengo dudas. No tengo claro qué mundo mostrar, qué contar sobre nuestro planeta y si somos nosotros quienes estamos en condiciones de invitar a nadie sin sentirnos mínimamente compungidos ante lo que se encontrarían.
La cuestión no es tanto la idea de saber si hay vida más allá de nuestro planeta. Se trata de saber si la hay dentro, en cada uno de nosotros.
El pasado verano tuve la oportunidad de visitar un museo oceanográfico. Me impactaron unas imágenes que proyectaron en un reportaje documental, pero fue el mensaje que las acompañaba el que me puso a pensar. Era la Naturaleza con voz propia, hablándonos de tú a tú, sin paños calientes. A las claras. Nos recordaba a los presentes que lleva viviendo en este planeta cuatro billones y medio de años. Veintidós mil quinientas veces más que nosotros. Y nos advertía: “Yo, realmente, no necesito a la gente. Pero la gente necesita de mí”.
La proyección nos la mostraba exuberante y extraordinaria. La Naturaleza nos contaba que cuando ella prospera nosotros también; que cuando vacila nosotros también lo hacemos. Nos recordaba, como una advertencia, que ha alimentado especies más grandes que la nuestra; y también que las ha matado. Nos decía que sus océanos (suyos, sí), su tierra, sus ríos y sus bosques nos pueden acompañar… o dejar. Y terminaba diciendo que en realidad a ella no le importa si la tenemos en consideración o no porque nuestras acciones determinarán nuestro destino, pero no el suyo. Ella seguirá adelante porque está preparada para evolucionar. ¿Lo estás tú?, nos preguntaba. La advertencia apenas duraba dos minutos y terminaba con una afirmación categórica: “La Naturaleza NO necesita de los seres humanos. Los seres humanos necesitan de ella”.

Llegados a este punto no puedo sino pensar en que si tiene que venir alguien de fuera, si es que hay alguien ahí fuera, quizá cuando lo haga, cuando nos visite, se encuentre con un planeta Tierra sin personas, deshumanizado. Un planeta por descubrir. Quizá quienes lo habiten entonces tengan una sensibilidad distinta a la nuestra.