BURBUJAS

Rosario Valcárcel

El corcho saltó por los aires y las burbujas se balancearon por mi cuerpo, por los muebles, por la mesa, por las paredes, la alfombra. Desde Noé no había visto una inundación parecida.
Aquella tarde Dominik había comprado varias botellas y con mucho cariño las tendió en la nevera, las acarició y las vigiló para que no se enfriaran demasiado. Había descubierto sus matices a tierra ácida y seca.
–Retira el corcho suavemente –le insistí.
Pero no siguió mi consejo. Disfrutó como un chiquillo cuando el tapón saltó, cuando salió disparado como una bala. No podía controlar los sobresaltos de aquella agua maravillosa.
Las chispitas estallaban en el borde de la copa, me salpicaban, me hacían reír, los vapores me sedujeron con un poder irresistible, se volatilizaban igual que un reflujo de aguas escondidas. Y de pronto pronunció las palabras rituales:
– ¡Por nosotros!
Las gotas palpitaban luminosas y las recibí como la tierra seca recibe la lluvia. Nuestros labios expresaron leves movimientos, yo los sentía mojados, resbaladizos. Él me aseguró que las moléculas de oro eran milagrosas.
– ¿Qué quieres decir? –le pregunté.
– ¿No sientes algo especial? –añadió.
No sabía qué decirle. Mi cabeza empezó a darme vueltas igual que si me estuviese probando dieciocho veces un mismo sombrero. Volvimos a brindar.
– ¡Por nosotros!
Mi mujer acababa de tener un hijo. La familia, los amigos, mi bebé y la algarabía me desbordaron. Me aconsejaron un psicólogo, una terapia de grupo. Me convertí en una isla rodeada de olas impulsivas. Preparé mi equipaje y me escapé a una casa rural.
Aquella tarde la chimenea de mi dormitorio funcionaba mal, no prendía; chisporroteaba, no producía calor. El humo estaba reacio a emprender su viaje definitivo. Parecía un desfile de espíritus. Entonces llamé a Dominik, él había venido de Polonia y era el encargado de la casa. Solucionó el problema. Después se lavó las manos en el baño y desde fuera escuché el murmullo que producía el chorro del agua abierto.
Aquel rumor me traslado a mi infancia en el pueblo, al sonido de cuando Manuel y yo nos bañábamos en el estanque de papá. El sol cegaba mis ojos. Nos tropezábamos el uno con el otro. Yo encogía el cuerpo, tomaba buches de agua; estaba tibia. Nos convertíamos en Narcisos, a tientas nos buscábamos, nos chingábamos. Separábamos las piernas, nos rozábamos los muslos pero cuando intentaba besar aquella nalga incitante, se desvanecía entre ondas fantasmales.
Debajo del charco se sacudían imágenes abultadas en blanco y negro, zambullidas sexuales: manoseos, tacto afelpado. Se adivinaban nuestros vellos desgreñados, magnéticos. Nuestros genitales y un semen turbio.
Éramos unos chiquillos.
Mientras estaba en esos pensamientos fue cuando escuché a Dominik. Fue cuando pronuncio las palabras rituales:
– ¡Por nosotros!
Al acercarse noté una violenta agitación agradable, el olor de su cuerpo, la esencia del néctar. Me dejé arrastrar por la corriente, me asomé a la vida. Es curioso nunca fui vulnerable a los encantos de un hombre. La energía crecía; embriagado de placer acerqué mis labios a los suyos, sentí el anhelo de besarlo. La sensación fría de la bebida y el calor de su lengua me hicieron perder la razón.
Él abrió su boca sedienta y nuestros dientes chocaron, nos mordimos los labios, la lengua, las venas. Nos enredamos en los jugos inconscientes de la fruta madura. Lo noté ansioso, desorientado. Fingió poner reparos. Se despidió.
– No te vayas, no te vayas, quédate conmigo, confía en mí.
Me miró con recelo aunque obedeció. Necesitaba poseerlo, estaba dispuesto a retenerlo como fuera. Tomé la palma de su mano y la dejé deslizarse contra mi pecho. Sentí una descarga eléctrica y acerqué mis dedos a su entrepierna. Se estremeció.
– Nadie puede ver lo que estamos haciendo.
Tropecé con su slip y noté esa resbaladiza sensación que se iba dilatando, creciendo. Ninguno de los dos nos movimos. Cada uno esperaba que el otro activase aquella bomba. Ese placer desconocido. No se asustó, de sobra sabía que esa era la forma en que ocurren las cosas. Me escondí entre sus brazos, en mi arresto, en el pálpito de la dicha, en esa violenta turbulencia del oleaje. Lo noté empapado en sudor frío. Nunca había sentido las caricias de un hombre.
– Todo va bien –le dije en tono cariñoso.
El lirismo de la uva fue irresistible, tanto que pegado a mí meneaba el resbaladizo culo en frenético abandono. Cataba más sorbos y los retenía entre el latido de mi lengua, entre mis encías. Pensé en su tiempo de gestación, en el silencio, en la risa de la muerte. Pensé qué quizás él y yo estábamos hechos del mismo material.
Yo llevaba casado tres años y estaba enamorado de Julieta. Pero esa noche Dominik y yo hicimos resurgir esas partes oscuras de uno mismo, nos volvimos a fundir con mucha fuerza y, como si hubiese terminado una guerra y tuviésemos hambre sexual de años, derramé todos mis flujos, escuché el silencio tras los espasmos musculares, entre las pasiones del corazón humano.
Sentí sed y las burbujas se balancearon por mi cuerpo