Nº 45

Fernando Barbarin

Desde muy pequeño se le podía ver surcando los mares de su dormitorio. Cuando la madera de su corazón crujía, él observaba la tempestad escupiendo desafiante por la borda de su ventana. Gritaba hasta que la razón le agrietaba los labios y en sus ojos se condensaba todo el océano. Solía decir que las ciudades apestaban a lonja y la rutina era pan duro con escamas. Observaba la inmensidad de los charcos mientras los puertos zarpaban cada minuto enano. 
Con los años, el ancla oxidada fue devorando el casco hambriento por la resaca. Cuando por las noches se emborrachaba de lunas, el salitre empapaba su barba en busca de razones ocultas bajo la sobriedad del día. Nunca soñó con ser marinero, adoraba el verde barnizado de la montaña, los lápices de colores y el colacao con galletas. Pero le aterraba el latido despiadado del reloj que domaba los sueños estrechando el camino. Él vivía a la orilla de la otra orilla, en su mundo pez. Quería saquear piratas y secuestrar princesas, despojarlos de sus tesoros y echarlos al mar. Su doctrina... polvorín, justicia y motín.
Zarpó sin prisa, lo saben bien sus drizas desordenadas sobre la vieja cubierta de teca. Todavía recuerdan cómo azotaban el mástil ansiosas por partir sin rumbo.
Así que siendo muy joven abandonó la brújula sobre su mesilla de noche y zarpó desnudo de día. Al principio, no diferenciaba la proa de la popa, el azul del mar del cielo, el sol de la brasa de su cigarro, la luna de un copo de nieve... pero gozaba con el inestable vaivén del viaje. Sonreía sabiéndose solo cuando por la popa orinaba sobre la espuma. En sus viajes pasaba noches dibujando estrellas sobre las velas. Le apasionaban tanto los reencuentros como las despedidas, –volveré a volver–, decía.
A veces, el mar de fondo le provocaba un vótimo por la descontrolada ingesta de bilis. Cuentan que en una ocasión se coló en un exclusivo restaurante para vomitar sobre todos los comensales; luego con la manga se limpió los restos de letras pegadas a su barba y continuó el viaje. 
Frecuentaba tabernas donde llorar era de hombres y el polizón un capitán sin camarote, el humo olía a niebla y en las mesas se intercambiaban cartas de amor, de navegación y de viaje. Soñadores embriagados por el ron que convierte las fantasías en historial reales.
Conoció mares sin agallas donde las mareas acataban las órdenes y las olas secas devoraban bancos de peces sin aire, aspirantes a grumetes con traje. Millas a las horas punta, orilla temererosa de la otra orilla, espuma con miedo a ahogarse. 
Naufragó en varios sueños, y en el último que despertó decidió quedarse. Lo hizo en una tierra muda, donde el sol despiadado deshidrata el paisaje. Un puerto donde arriban los exploradores que buscan, olvidan o huyen.
Los días de mala mar todavía se le puede ver a bordo de su viejo barco. Erguido sujeta con fuerza toda la nostalgia impregnada al timón. Mientras, observa como su casco descansa sobre un solar abandonado.
Diez años de velas blancas, diez velas blancas sin amarres.


Fernando Barbarin