Nº 43

Fernando Barbarin

En 2015 me anudé al cuello una capa zurcida con impotencia y rabia.
Una capa que me transformó durante meses en un “héroe justiciero”... calvo, sin pectorales, pero justiciero.
Me enfrenté cara a cara a un conocido torturador de ultra derecha, a un aristócrata multimillonario, a un periodista de pluma mercenaria, a un político sin escrúpulos y a un machista y necio.
Hoy, reflexionando sobre lo sucedido, he llegado a la conclusión de que arremetí contra la misma persona; ninguno de ellos sobreviviría en el planeta tierra sin la existencia del otro.
Es injusto que una sola persona, por linaje, posea innumerables, títulos, tierras y propiedades. Más aún, sabiendo que sus antepasados se apoderaron de ellas usurpándolas por la fuerza o explotando a quienes las trabajaban. Pero lo más obsceno es que hoy, la mayoría de sus propiedades estén exentas de impuestos al considerarse patrimonio histórico, mientras una cascada de subvenciones públicas rellenan sus bolsillos de seda.
Para que este “señorito” sea quien es fue necesario una clase política barata, unos medios de comunicación sedantes, una ciudadanía ignorante y para los que despertaban de aquel coma inducido la consabida receta: flexo de aluminio, cuartelillo y sargento.
El 2015 quise poner todas estas piezas del tablero sobre mi mesa y decidí jugar sin estrategia, de manera espontánea, sin miedo. Estaba dispuesto a asumir las consecuencias ofreciendo las tripas a la razón.
Pero la realidad es que mi capa no sirvió de mucho, mi propósito era volar y mis pies no despegaron del suelo. Quise fulminarlos con potentes rayos X pero lo único que sintieron fue la mirada penetrante de un tipo cabreado, un tipo del montón que les cortó el paso, un tipo que una vez vomitó su mensaje desapareció entre la multitud concentrada por el alboroto. El 2015 fui un “supernadie”.
Supongo que para ellos todo quedó en:
- Fulanito, no te vas a creer lo que me ha pasado hoy...
Para ninguno de aquellos villanos represento ningún peligro. No me temen, continúan tranquilamente con sus vidas; unos cazando en el palacete de invierno, otros reunidos en discretos reservados, algunos precocinando venenosos artículos de opinión... Mientras todo esto sucede, un tipo apoyado en la barra y tremendamente indignado, denuncia en voz alta cómo el árbitro les roba el partido al tiempo que intercala “inocentes chistes picantes” con la camarera.
Ahora bien, te puedo asegurar una cosa. Ese día, al menos durante unos minutos, incluso horas, no sonrieron. Les borré la sonrisa y su gesto arrogante. Perturbé su tranquilidad, porque ese día sintieron la áspera textura de mi capa.
Ahí queda eso.

Fernando Barbarin