EL BOSQUE AÚN HUELE

Óscar Valido

En el paraguas del infinito, el pasado. Sobre el follaje alborotador de mi copa, la idéntica luz que toca el Universo. Alrededor de estos anillos, algo más que tiempo. A nuestro lado, las estaciones.
Cuando prorrumpe el otoño con sus atrezos; con sus botas, con sus colas, con sus aletas o con sus alas, no merma ni esclaviza una milésima gota de sangre de nuestras vetustas colectividades.
En el otoño, maravilloso bostezo, atusamos de humedad crujiente nuestras lianas, nuestras hojas y nuestras ramas a modo de abierta morada parda, afable y altruista. Él protege los primeros latidos embrionarios ocultos en el corazón de nuestros vientres y juntos preparamos el compost milagroso de la madre tierra.
El bosque aún huele, aunque esos seres obstinados, asistidos de relojes a toda máquina, se empecinen en constreñir de basura este maravilloso planeta. Sin embargo, continuamos agitando nuestras cabelleras acopiadas, achatadas, desbaratadas al viento, en ramilletes o estofadas, entretanto exhibimos la más fantástica transformación; la extraordinaria revelación de un paisaje heterogéneo con múltiples camuflajes, colores y fragancias.
Somos valientes y nos aligeramos de la nostalgia de nuestros pesos, así como de los tormentos irracionales de esos bípedos que diariamente nos envenenan y nos contagian de excesivos y foráneos pobladores. Las aves y nuestros insectos endémicos son testigos de sus barbaries. Y los mamíferos que, tratando de acercarse para demostrar una afectuosa relación, se desploman sobre nuestros pies ante la impotencia de la frustración.
El otoño huele a agua, a entrañas, a crujido, a tierra húmeda y a metamorfosis. A renacimiento y a vida. Y junto con el resto de sus hermanos y de su hermana la primavera no son los criminales de este absurdo latrocinio.
Las estaciones no nos degüellan, ni sierran nuestros troncos, ni atraviesan con vileza nuestras pieles, ni nos desencajan en especímenes mutilados. Sobre ellas tampoco recae la demencia ignominiosa de esta apostasía, la que infunden esos individuos de dos patas, los mismos que, con ese talante de reniego, intoxican todo lo que rozan.
El otoño no prende nuestros cuerpos ni se deleita cuando, escuchando nuestros alaridos, perecemos en malditas hogueras; entretanto, esos organismos brincan y beben cada vez que Lucifer se disfraza de fiesta.
Agua, tierra, vegetación y otoño, este último silbando con su exclusiva orquesta y paleta, resilientes de un mismo Universo, danzan al unísono y lanzan una última bocanada en una penúltima misión:
<<Imposible sobrevivir en este mundo de plásticos, de cables y de cemento embadurnado de tanta inopia alada. Este cometido, respirar y oxigenar, supera con creces a cualquiera de las anteriores estadías. ¡Y es que ni con los dinosaurios fue tan complicado!>>.

 

Texto: Martina Villar