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DAVID MUÑOZ

A punto de dar por terminado su acicalamiento habitual previo a una cita importante, perfeccionaba la trayectoria que dibujaba su escaso flequillo dando ligeros toques (dignos del mejor kung-fu) a mechones rebeldes, con afán de lograr la aerodinámica deseada para esos últimos pelos capaces de hacerle parecer atractivo. O, al menos, eso pensaba él.

Sonó su móvil para concretar que le recogerían inminentemente. Vendría a buscarle un equipo de producción. Él, ya había disfrutado de otros tiempos en los que las cámaras le perseguían y su nombre era conocido por todos, pero eso fue en otra época. Disfrutaba reviviendo esas sensaciones a pesar de saberse fuera de tal popularidad y reconocimiento.

Se miró al espejo por última vez y tras aprobar aquello que veía, inmerso en una atmósfera cargada de olores creados justo para eso mismo, apagó la luz y bajó las escaleras corriendo, pues el ascensor seguía sin funcionar siete meses después de que convocara a su comunidad para poder llevar a cabo la reparación del mismo. Vivía en el ático y todavía sucumbía ante esos momentos del pasado en los que ser centro de atención suponía una droga de la que nunca supo desengancharse. Por ambas razones reunió a sus vecinos. Así se pasaba la vida, pero hoy era un día especial. La televisión iba a recogerle.

Era algo sin importancia, él lo sabía, pero a pesar de ello, ese talante, ese carisma y esa categoría de ser humano, siempre podrían transformar la realidad tal y como ya la transformó en su momento. No todo era añorar hazañas pasadas, sino que ya demostró ser diferente, ser el protagonista de una película que todos soñaron protagonizar. Y eso, sin duda, dotaba de una especial confianza a nuestro personaje.

Con todo ello, sale del portal y se encuentra un Seat Ibiza de 1996 con el parachoques sujeto con cinta americana y signos evidentes de no tener ningún parte de accidentes más en la guantera. La novia de la chófer debía haber hecho algo malo, pues antes de saludar a nuestro protagonista, la chófer gritaba a su móvil enérgica y compulsivamente:

—¡Eres una puta! ¡Te voy a matar, hija de puta!… Pues me pagas los veinte euros que me debes. Cerca de cincuenta veces chilló cada soflama. Todo ello a un volumen con el cual el móvil no hubiese sido necesario. Sheila Mercedes no se dio cuenta de su presencia hasta que consiguió colgar el teléfono. Una vez que superó las fechorías de su pareja y entabló contacto visual con nuestro personaje, pudo esbozar una tímida sonrisa cuyo efecto fue como si corriera un tupido velo.

Sheila Mercedes abrió la puerta del coche ayudada de un destornillador e invitó a Dionisio a pasar. Estando ambos dentro del coche la conductora puso rumbo hacia el sitio donde tendría lugar el rodaje.

El Bar Manolo es un lugar único. Desde hace muchas décadas televisan todos los partidos de fútbol, hacen tortilla y siguen teniendo el nombre escrito en un cartel de una marca de cerveza que ya no existe. Sus dos camareros de carácter avinagrado permanecían año tras año impertérritos ante los vaivenes de la vida. Algunos pensaban que Manu usaba el mismo palillo de dientes que portaba en los años ochenta, pero Lolo, su compañero, ya lo desmintió. Juró que usaba cinco o seis a la semana y los tenía estratégicamente colocados por todo el bar. La cabeza de toro disecada, un escudo enorme y brillante del Real Madrid, el póster de la quinta del buitre, la portada de Marca con Induráin ganando un Tour pegada en la pared, y un cuadro con dos ciervos, completaban, a grandes rasgos, el bodegón.

En semejante escenario, cada miércoles se daban cita dos jóvenes fieles a su tradición de dialogar, filosofar e intercambiar opiniones sobre política, actualidad, poesía, música y cómo no, fútbol. John y Álvaro podían evadirse por un rato de este mundo cruel que los convirtió en incomprendidos, sentados en torno a una mesa del Bar Manolo.

Ambos habían enfadado a muchas personas tras haberse vuelto populares sus comentarios e intervenciones en diferentes medios. Su fama brotó de repente y a pesar de tener diferentes historias que contar, compartían la pena de sentirse repudiados.

Por ello, ahí volvían cada miércoles para poder opinar tranquila y libremente. La confianza con la que se hablaban, la forma en que se miraban y el tono que empleaban daban buena cuenta de la complicidad entre los conversantes. John bebía horchata con vodka y Álvaro pedía botellines para así acumularlos en la mesa y hacer alineaciones con ellos. Más de una vez la noche terminaba con alguno de los dos llorando por cuestiones amorosas. A pesar de ser considerados por medio país como los dos imbéciles más detestables del hemisferio norte, tenían su corazoncito.

A escasos metros del Bar Manolo se hallaba la casa de una de las concursantes del programa al que asistía Dionisio. De hecho, Dionisio era otro de los concursantes. Cuatro caras conocidas rescatadas del baúl de los recuerdos competían por ser el mejor anfitrión en cenas que tenían lugar en casa de los concursantes. Ven a cenar conmigo se llamaba el show. En este caso ya habían cenado en tres hogares y tocaba concluir el concurso con la cuarta cena. Los invitados ya arrastraban discusiones, ofensas y ataques proferidos entre sí en los episodios anteriores, con lo que os podréis imaginar la tensión presente en esa mesa. La cena, como las otras, fue un tostón en la que todo se sirvió frío y cada comensal se esmeró en arruinar la propuesta de la anfitriona. Dionisio sí disfrutó la cena aunque no otorgó piropo alguno al menú degustado. No quería dar ventaja a su oponente dados los 3.000 € que suponía ganar el concurso. Disfrutó tanto la cena pues se sentía vencedor. El sistema de puntuación para determinar al ganador le daba ventaja. Tenía más puntos que nadie y la última propuesta no provocó en él temor alguno. Tras un postre insípido su victoria se acercaba. Dionisio contaba los segundos para cobrar su premio e irse a celebrarlo. El último paso debía ser aguantar un fin de fiesta preparado para concluir el encuentro que aunque pudiera parecer secundario, la anfitriona se guardaba un as en la manga que sería determinante. Hizo pasar a todos a la terraza donde U2 les ofrecería un concierto. Tremenda sorpresa se llevaron todos. Menudo giro que dio el programa para su desenlace. U2 en una terraza de ocho metros cuadrados. Dionisio, tocado pero no hundido, sonreía forzadamente para disimular su malestar. Se veía venir una ganadora inesperada y eso no le gustaba. Veía peligrar los 3.000€. Sonaba Beautiful Day para cuatro espectadores y Bono estaba inspirado. Dionisio posó su mirada en dos sitios a la vez. Situado en la puerta de la terraza, con un ojo acechaba los 3.000 € sobre la mesa y con el otro ojo observaba el pasillo desembocando en la puerta de entrada a la casa. Cogió aire, tragó saliva y poseído por vicios de su juventud, en un ademán de esgrimista, empujó a la dueña de la casa contra Bono, que cayó de espaldas contra el batería. Con ello consiguió cerrar la puerta de la terraza dejando a todos fuera. Metió el dinero en su bolsillo sin mirar atrás y salió de la casa. Bono estaba indignado. Encerrado, dolorido e indignado. Dionisio bajó siete plantas corriendo por las escaleras pensando en Brasil, en furgones, y en cómo iba a ocultar esa mirada que tan solo él y Fernando Trueba tenían.

En el Bar Manolo, no había fútbol ese miércoles. Once botellines ocupaban la mesa dispuestos tal y como Álvaro alinearía a su equipo en el próximo partido. John, a pesar de estar atento a los remedios futbolísticos propuestos por su amigo, no podía evitar el debate interno que llevaba días ocupando todos sus pensamientos. No sabía si declararse más conceptista o culteranista. Aquello le tenía sumido en constantes contradicciones. Quevedo le caía mejor pero Góngora y su lenguaje le tenían encandilado. Un mar de dudas para John que por primera vez se sentía solo en el Bar Manolo. En un silencio de Álvaro, John aprovechó para nombrarle a Quevedo buscando una repuesta que calmara sus ansias pero Álvaro reaccionó adelantando uno de los botellines indicando la posición en que colocaría al “Mami” Quevedo (futbolista retirado). John, que era de mecha corta, no pudo soportar tal vacío existencial ante la poca empatía de su compañero. En un arranque de ira se puso de pie frente a la mesa y gritando con todas sus fuerzas, fue agarrando los botellines, uno a uno, y partiéndoselos en la cabeza. “Conceptismo. Culteranismo. Conceptismo. Culteranismo…” gritaba al ritmo que se estampaba cada botellín en su rapada cabeza. Al séptimo botellín, un hilillo de sangre que recorría la frente de John salía impulsado al encontrarse con la ceja. Como si de un tobogán se tratara, minúsculas gotitas caían en la horchata con vodka tornando el combinado en un líquido rosa. Ante tal espectáculo, Manu y Lolo soltaron una carcajada al unísono en el Bar Manolo.

Cuando Dionisio llegó abajo, su color había cambiado. Ciento cincuenta y cuatro escalones eran muchos para un cuerpo como el suyo. Su cara estaba roja y se le podía escuchar el corazón bombear a diez metros de distancia. Tal era su fatiga que por un momento ambos ojos se coordinaron solos. Por primera vez en su vida sintió que podía mirar concentrándose en una única perspectiva y no en dos. Tremendo escalofrío de satisfacción le recorría. Había dejado de huir parándose en seco para disfrutar la mejor sensación de su vida. Ni furgones, ni Brasil, ni fama… nada podía competir con mirar relajadamente. Alcanzó la paz por primera vez en su existencia.

Dos segundos tardaron sus ojos en volver a pensar por sí mismos dirigiéndose cada uno en busca de una perspectiva propia.

Bono, histérico, aporreaba la puerta compulsivamente.

Dionisio que podía haberse sentado a llorar en ese mismo momento dado su vacío, escuchó las carcajadas de Manu y Lolo que se colaban en el portal y provenían del bar de al lado. No lo pensó un segundo. Se dirigió decidido hacia allí deseoso de echar un trago y gastarse el dinero. Mientras tanto, Bono le daba cabezazos a la puerta de la terraza.

Ya no quedaban botellines en la mesa de los dos amigos. John los había roto todos contra su cabeza. Álvaro pidió otros once. Manu y Lolo se daban bofetones el uno al otro como máxima expresión de la carcajada. Sin duda, el Bar Manolo era especial. En ese momento, y dado que los once botellines nuevos no llegaban a la mesa, John, sumido en la desesperación más absoluta por no saber si declararse conceptista o culteranista, iba a estamparse el combinado rosa en la testa. Ahí fue cuando Dionisio irrumpió en el bar. Se hizo el silencio.

Dionisio buscaba a alguien con quien compartir su dinero y rápidamente enfocó uno de sus ojos hacía un gordito rapado con tres brechas sangrantes en la cabeza. Se había acostumbrado a comprar amigos. No quería enfrentarse al rechazo por lo que contuvo la respiración esperando algún movimiento por parte de aquel chaval feo y reventado que por algún extraño motivo captaba su atención más allá de lo rocambolesco de la escena.

Álvaro había empezado a arrugar servilletas convirtiéndolas en protagonistas de su próxima alineación. Siempre fue un chico especial.

En tan solo dos segundos de Dionisio en el bar, antes incluso de que cruzaran palabra y sin que este hubiera hecho referencia al dinero, John había calmado sus ansias. Sus dudas estaban resueltas. Encontró consuelo al mirar a Dionisio. Pudo darse cuenta de que no había que elegir entre conceptismo y culteranismo. Podía ser ambas cosas. La mirada de Dionisio le enseñó esa lección.

Si Dionisio podía tener un ojo conceptista y otro culteranista ¿por qué iba él a tener que decantarse?

Los ojos del joven se llenaron de lágrimas, su barbilla tiritaba, no acertó a retener la baba dentro de su boca, cayendo esta lentamente dentro del combinado rosa. Avanzó seis pasos hasta posarse violento frente a Dionisio y le dio un abrazo con todas sus fuerzas, rompiendo en el llanto más desgarrador que jamás he escuchado Dionisio correspondió llorando con la misma fuerza. A Dionisio le daba una especie de hipo cuando lloraba por lo que entre eso, el zarandeo del abrazo y la dirección en la que apuntaban sus ojos, la escena recordaba a un aspersor.

Había diez servilletas nada más y los botellines no llegaban. Álvaro se lamentaba.

John invitó a Dionisio a sentarse con ellos en el mismo momento en que llegaron los once botellines.

Dionisio aceptó y pagó la ronda sellando así un pacto de amistad eterno con ambos. Además, arrugó un billete de cien euros para que Álvaro pudiera completar su once inicial. Acababa de ser aceptado en el club “cobraojeda” de los miércoles. Los tres terminaron esa noche realmente contentos, aunque Dionisio sigue pensando que eran seis cada vez que revisa el selfi que inmortalizó aquella noche.