“Canelo”

Atchen Pounapal

Un enorme muro de tierra marciana apareció de repente una buena mañana, suspendido a pocos metros del horizonte. Abarcaba todo el paisaje rodeando la isla por completo. Atrapados en el interior de una fortaleza en la que todo era canelo hasta donde alcanzaba la vista; primero era una masa sólida y compacta, se podía ver perfectamente su contorno de una geometría impecable rematadito todo parejo con almenas interminables, escaleras con arcos y algunos torreones. Por la noche la descomunal pared, aunque no se veía, se intuía por cientos de diminutas llamas de las antorchas que salpicaban toda la superficie de la temible arquitectura. Pero días más tarde, como si empezara a descomponerse fueron cayendo las estructuras y comenzaron a formarse pequeñas cascadas de polvo bajando por las paredes, enterregando las casas encaladas, pencas, camellos, las enaguas tendidas, los baldes de los aljibes, perros satos...

Como una conquista del color, un triunfo canelo, quedó absolutamente todo matizado por una fina película de tierra anaranjada. Pasaron varios días hasta que se fue asentando, y aunque ya no estaba el muro en el horizonte, seguíamos sin ver apenas el mar porque ahora el muro estaba en todas partes flotando en el aire. Las calles desiertas poco a poco se fueron llenando de gente que ya se había resignado a esa nueva situación y ocultos con pañuelos, sombreras y cachorros acudían a sus obligaciones sacudiéndose desganados, dándose manotazos a las carteras, sacudiendo al aire las cachuchas sin esperar que nada remediara el extraño acontecimiento.

Se sucedieron unos pequeños remolinos de tierra en la plaza que pararon de golpe y cambió el ya instaurado olor a macetón viejo volviéndose fresco, húmedo y salino, un recuerdo marino muy lejano. Salió el gentío y se les llenaron la ropa de topos, primero repicaron unas gotas tímidas, pero gordas como uvas moscatel, entonces un gran estruendo dejó paso a un chaparrón violento que tumbó todo el terreguerío al suelo... lejos de llenarse las calles de fango, toda esa tierra se fue juntando en esferas no más grandes que un boliche de madera, miles, millones... por todo el suelo. Al mirarlos de cerca nos fijamos que eran algo parecido a unas nalgas y de golpe se pusieron todos de pie, eran personitas canelas, pequeños individuos gorditos y cachetúos la mitad con

 

 

 

 

 


bombines y la otra con ridículos prismáticos o inservibles paraguas. Comenzaron a hablar entre ellos caminando muy apresurados en medio de una gran escandalera; se subían a las mesas, trepaban por el borde de los toldos, se dejaban caer de los caños sobre uno y se colaban en los bolsillos y en las alacenas, rompían las plantas y se reían muy alto. Destacar también que todo cuanto hablaban eran ordinarieces llenas de palabrotas, la isla se convirtió en un lugar ruidoso y terrible.

Ahora solo queda resignarse a esta convivencia forzosa y esperar a que pase pronto la calima.