Versionando la locura de Mararía

Francis Pérez fotógrafo submarino y Mario M. Relaño escritor y poeta, fusionan su creatividad en esta sección.

Los quejidos empezaron desde que salieron los insectos en aquel atardecer de verano y continuaron toda la noche sin descanso. Algunos decían que parecían aullidos de perros lejanos pero todos sabían que era ella por su sufrimiento, su dolor y su desconsuelo. Nadie se atrevió a salir al exterior a pesar de ser noche cálida; las más atrevidas corrieron las cortinas para asomarse por la ventana. Todo era oscuridad y padecimiento. Ellos no bebieron aquella tarde, ni siquiera la taberna abrió sus puertas.
Quizás esa lava que llegaba al mar fue testigo de lo que aquel día ocurrió. No se sabe con certeza el momento exacto en que Jesusito, bailando y jugando como acostumbraba entre las olas, desapareció para siempre. Todos conocían que el mar había formado parte de su corta vida a pesar de vivir en lo alto de la montaña. Ya se encargaba Marcial de bajarlo a Playa Blanca para que el chico disfrutara en el agua.
Era el destino, decían las señoras mientras se santiguaban, que aquel día no regresara y que Marcial cargara con la culpa para siempre.
Ella, bruja para muchos, bella para todos, enloqueció definitivamente, si acaso ya no lo estaba desde antes.
Era en aquella época cuando por La Geria las parras ya estaban llenas de uvas. En ocasiones cuentan que la vieron saltando por los zocos, atrapada por su locura. Durante el día se cree que estaba encerrada en la oscuridad de su casa aunque bien es cierto que cuando más apretaba el sol, se vio su sombra camino del pequeño cementerio.
Marcial, el pobre Marcial, dormía cada noche en su puerta como si de un perro se tratara; el perdón que imploraba se intuía en cada suspiro, y un llanto leve rompía el silencio nocturno. Y aunque realmente él no tenía culpa alguna, cargó con ella el resto de su vida, más con el dolor de perder a quien casi consideraba hijo.
Desde aquella trágica jornada, el silencio y la pena sobrecogieron Femés durante mucho tiempo. A pesar de que esa extraña mujer no era bien mirada por las vecinas del pueblo por la maldición que durante siglos había perseguido a su familia, y de que la mayoría de los hombres tenían mucho que callar, nadie recordaba que ningún niño muriera de aquella trágica manera. El mar sí se había llevado en ocasiones algún pescador cuando faenaba cerca de las costas africanas, pero jamás este océano había robado un niño a estas gentes. Era dolor y pesar de un pueblo, locura y desgarro para una madre.