Libertad

Raúl vivía en una pequeña ciudad costera del sur. Era un chico rubio, con cara pecosa y un poco corto de altura para su edad. No se sabe si era por eso, o porque siempre estuvo demasiado protegido debido a que fue un niño enfermucho, el caso es que su timidez era extrema, tanto que relacionarse con otros para él siempre era una gran prueba. El sueño de su vida habría sido ser totalmente invisible. Nunca fue de muchos amigos, y los pocos que tenía eran los que se habían criado cerca de él en el barrio, aunque no era de salir mucho con ellos y pasaba la mayor parte del tiempo libre escribiendo en sus libretas o tumbado en la cama leyendo novelas que sacaba de la biblioteca pública.
Desde que Raúl cambió del colegio al instituto se produjo un cambio gradual en su estado que su familia y profesorado nunca llegó a ver, pero que para él supuso pasar de noches tranquilas a insomnios de llanto callado y almohadas mojadas.
Se encontraba muy solo en las clases y odiaba cada vez más los recreos. Nunca nadie se acercó a él para hablarle y su timidez le impidió acercarse para relacionarse y hacer nuevas amistades. Era también en esos descansos, entre clase y clase, donde los libros le proporcionaban algo de refugio.
Según pasaba el tiempo, el abismo entre Raúl y la felicidad se agrandaba. En alguna ocasión le agredieron, y no fueron pocas las veces en que tuvo que escuchar algún insulto y risas por su forma de ser y su mayúscula tristeza. Si Dios existiera, se llamaría sufrimiento -se dijo aquella tarde que entre tres compañeros le tiraron al suelo y lanzaron sus libros lejos. Se juró no volver a clase y esa ira, ligada a la ansiedad que se había apoderado nuevamente de él, le llevaron a odiar la vida. Una vida que se le escapaba porque lo que realmente ocurría era la vida misma. Así era la vida, su vida.
Aquella tarde no regresó a casa. Ni nunca más lo haría. No sería hasta mucho más tarde cuando su entorno entendiera todo aquello, ya demasiado tarde.
Raúl se dirigió hacia el acantilado. Era uno de sus lugares favoritos a pesar del vértigo que sentía. Desde allí contemplaba un mar impresionante sin horizonte, sin línea que separase el agua del cielo.
Volvió a escudriñar el mar. Por la hora temprana de la tarde-noche no vio reflejo aún de luna, aunque hubiera sido ideal el momento al estar más cerca de la que consideraba amiga de confidencias. No sintió vértigo, es más, ni miedo apareció en él. Era feliz.

Miró, sonrió, respiró profundamente y gritó LIBERTAD.