Francis Pérez fotógrafo submarino y Mario M. Relaño escritor y poeta, fusionan su creatividad en esta sección.
Subimos hasta lo más alto del risco sabiendo de antemano que las nubes bajas que nos habían acompañado todo el tiempo, no nos dejarían ver lo que quería enseñarle.
Eva nadaba hacia él después de escuchar su voz llamarla desde lo alto. Había estado mucho tiempo, demasiadas horas, metida en el mar y agarrada a las rocas
Vivía en la calle de la banqueta. A esa calle sólo se podía ir expresamente pues no desembocaba en ninguna otra. Era, posiblemente,
Francis Pérez fotógrafo submarino y Mario M. Relaño escritor y poeta, fusionan su creatividad en esta sección.
Los quejidos empezaron desde que salieron los insectos en aquel atardecer de verano y continuaron toda la noche sin descanso.
Como cada madrugada, unas con más estrellas que otras en el cielo pero todas ellas frías, salía de casa el viejo muy abrigado con un chubasquero, por aquello de si llueve, una gorra de pana y una pipa h
Raúl vivía en una pequeña ciudad costera del sur. Era un chico rubio, con cara pecosa
"Cuando muera quiero ser una estrella. Sólo las personas que aman de verdad son como estrellas, y su luz sigue brillando sobre nosotros después de que se hayan ido. Enséñame a vivir para que sea una estrella" –dijo el Principito.
Cuando el verano comenzaba a despertar en nuestra vida, en el hemisferio sur las gélidas temperaturas del mes de junio anunciaban que el invierno austral estaba llegando. Era quizás muy temprano para salir porque cuando miré por la ventana, el blanco que ya todo lo cubría brillaba en la todavía oscura Ushuaia. Ataviado con aquel tremendo abrigo, la bufanda a rayas y unos guantes de piel, crujiendo la nieve bajo mis pies, me dirigí hacia el puerto para subir a la embarcación que recorrería el Canal Beagle.
Dionisio, bebedor y vago, dormitaba cerca de la orilla de aquel Mesogeios Thalassa, o también llamado Mar Medi Terraneum por esos piratas que arribaban en ocasiones de la otra parte del continente. Su siesta era placentera, mecida por esa música de pájaros que anidaban cerca de la costa al tiempo que por el rumor permanente de ese mar que se descosía en espumas blancas y mojaba la arena fina y caliente de la playa. Su barriga enorme y peluda subía y bajaba al ritmo de su respiración, mientras que a lo lejos unos peces saltaban en el mar ajenos a lo que acontecía en la orilla.
Me sumerjo una vez más en este mar transparente y quieto. La visibilidad es tan nítida que enseguida la descubro. Nada la tortuga y solo ella sabe su destino. No sé dónde va, ni por qué, ni cuáles son sus planes, pero decido seguirla. No tengo nada mejor que hacer. Nada impertérrita la tortuga, sola, tranquila, sabiendo manejar las ondas que ese mar suyo produce incluso en calma.
Callaron todos los principitos para siempre. No hubo más planetas en su privada galaxia, ni más flores solitarias, ni pétalos de rosas, ni acaso lunas. Callaron al unísono cuando cesó el rugir de los motores y el agua apagó los gritos de Antoine de Saint Exupéry. Cesó para siempre.
No sé qué me sorprendió más, si el silencio o el color. Ambos parecían ir de la mano en el poco tiempo que permanecí sumergido en aquellas frías aguas del Atlántico de las que tanto me habían hablado. Mi primera inmersión no duró más de veinte minutos, los cuales pasaron entre la incredulidad por lo que estaba viendo y el sentir que era un sueño, que todo terminaría en cuanto despertara y abriese los ojos.
Podría ser tierra o viento, podría incluso ser mar; podría ser ese ensueño que me acompaña cada noche desde que era niño, cuando las noches se vuelven tan oscuras sin estrellas y en el que sobrevuelo la vida de todos y consigo navegar sin barco y sin agua y volar sin aire. Sin rumbo.
No soy de grandes soles dibujados en días despejados; no me tienen ni me tientan. No me provocan miradas al alto las nubes de cualquier tamaño, ni esas pequeñas cosas que a diario me pueden. ¡Soy tan débil! Pero el mar siempre me tiene.
Cada vez que naufragaba, inventaba una isla pequeña y solitaria cuyas cálidas arenas doradas recogían mi cuerpo herido y agotado, y donde el mar, con el jugueteo constante de sus olas, me despertaba despacio de los sueños -esos de luces al final del túnel- que me provocaba el sopor del casi ahogamiento.
Soy un perpetuo exiliado con un mar oculto adentro que se encuentra en medio de una nada, donde las arenas juegan a sepultar mis pies descalzos, donde percibo que el único horizonte que me rodea son los kilómetros que me separan...
No le sirvieron de nada los gritos aquella vez, pues el agua servía, entre otras cosas, para atrapar las voces y ahogarlas como se puede ahogar también el alma. Quizás por momentos consiguió que el aire secara sus brazos al sacarlos entre ola y ola, entre todo aquel vaivén, pero ni los pájaros se extrañaron al ver su imaginario baile.
¡Que se acaba el mar! - gritó. Todos nos dimos la vuelta y quedamos parados mirando expectantes. El azul era confuso, no quedaba claro dónde comenzaba el horizonte.
Que las fábulas no existen fue el primer cuento que aprendí en mi ya caducada infancia. Pero que los cuentos siempre tienen algo de verdad me quedó muy claro en el primer instante que leí las páginas interiores de ese colorido libro de tapa dura que mis padres me regalaron tras su viaje.
Ni con todo el agua del mundo que me bebiese dejaría de sentir lo que las entrañas de este ingenuo alma trataba de mostrarme.
Con lo que pesa la conciencia y con lo grande que debe de ser el mundo, nos empecinamos los humanos, una y otra vez, en hacernos terriblemente infelices los unos a los otros...
¡Qué bien sabes voltear en el mar! − le envidiaba uno de aquellos cientos de peces que nadaba a su altura y que también tenía al mar como lecho y espacio de vida.
No siempre me resultó fácil enfrentarme al momento en que llegaba la noche. Y es que el dormir lo relacionaba con aterradoras pesadillas.
A Juan no le acompaña la soledad. Cecilia permanece a su lado, a pesar de que los domingos le ven caminar por el camposanto
Es al caminar cuando él, depresivo, tropieza con la certeza de lo que lleva ya andado y lo cansado que puede llegar a ser el pensar.
Nuestra protagonista vivía en una pequeña localidad costera del sur de Francia y a pesar de las veces que su humilde familia trataba de acallarla y llevarla por el buen camino
Los océanos son un fértil misterio; es tanto lo que se desconoce que ha inundado en incontables ocasiones las cabezas más ilustres de la humanidad.
Eran solo dos, y más que besarse entre sí, cada uno besaba el cristal cada cierto tiempo. O al menos así lo creía yo hasta que entendí que eso no eran besos, solo daban cuenta de los restos de comida adheridos al vidrio.
Cada vez que abría el grifo, se quedaba abstraído mientras el agua corría. Pasaba minutos enteros viendo perderse el chorro por aquel agujero infinito sin saber muy bien por qué lo hacía. Quizá era un trauma infantil que le angustiaba desde que una vez vio como su mundo se sumergía literalmente bajo las aguas del mar.
Día 1º.— Me encuentro sentado a su lado en un incómodo sillón desgastado, callado y a oscuras, mientras se escucha de fondo
No era nada, o al menos a simple vista no lo parecía. La madre le miró tras quejarse incesantemente del picor, pero aparte de la rojez y el granulado, no pudo más que pensar que se trataba de un sarpullido pasajero.
Los años pasan para todos, para unos mejor que para otros.
Apareció en aquella atípica travesía por los mares del sur de Chile.
LA HISTORIA, SEGURAMENTE MAL CONTADA, DE EL VALBANERA
Apenas recuerda la escena. Lo único que recuerda es que estaba junto al mar, no porque lo viera, sino porque lo olía. El inconfundible olor a mar.
Que los mares habían ocupado otros terrenos y después habían desaparecido ya lo sabía, pero no lo dedujo hasta más tarde, cuando sus propios ojos lo vieron y las investigaciones dieron el fruto y la solución a lo que en aquellas vacaciones tardías había descubierto.
Recogió los platos, apagó la vela y así daba la Navidad por terminada.
El agua comenzaba a templarse después del invierno y dos machos se preparaban, mirándose al espejo del propio mar, para su gran día.
Siempre lo vieron distinto y él también se consideraba diferente a todos. No podía decir que odiara a las personas, pero buscaba constantemente una soledad que no le molestara o, al menos
Una sala vacía con una sola silla y una mesa preparada para comer. En la mesa con mantel blanco, un plato también vacío y también blanco,
Sonó el despertador o al menos yo creí oírlo. Era otro día más de esos en que madrugar era el sino de los pobres, donde ir a trabajar era la rutina diaria para más tarde darte cuenta que lo que te habían pagado a final de mes por ese trabajo no llegaba a cubrir tus gastos.
Les hablaba apasionadamente sobre el mar como si este fuera familiar para ellos. Sonaba excepcional aunque resultaba incomprensible. Sus ojos brillaban cuando les narraba, y contagiaba su emoción al escucharle.