MARIAJO TABAR

LA ISLA DEL TIEMPO FLOTANTE

Dicen los seres humanos más longevos que existe un territorio donde el tiempo late con otro pulso, donde sólo son bienvenidos los niños, algunos interpretes de letras y un incontable número de cocineros. Toño fue el primer aprendiz de notario que entró en este espacio geográfico y que regresó para contarlo.
Ocurrió de forma inesperada un sábado de otoño de sus últimos años de vida, que fueron los primeros para muchas cosas. La mañana decidió torcerse en una orgía de nubes que advertían tormenta. Las inclemencias meteorológicas nunca fueron un obstáculo para un caminante obstinado como él. Caminaba bajo la lluvia, caminaba a pesar del sol, contra el viento, entre las multitudes, por los callejones sin salida, manifestando siempre un profundo aborrecimiento hacia los taxis.
Aquel día el parque olía a almendras garrapiñadas, servidas en cucurucho y con muchos bríos. Toño hizo escala en su banco preferido y levantó los brazos hacia el cielo. Tres niñas lo miraron con ese soslayo arrogante que se desarrolla durante la pubertad y que, a lo peor, se queda para siempre. Tomó aire, cerró los ojos y se inclino buscando la hierba con las manos. Repitió el ejercicio cinco veces, consciente y orgulloso de ser una rara avis.
Suelen decir que los ancianos reúnen lo más catastrófico del adulto (dolor acumulado y cierto hastío con tonalidades de rencor) y también lo más insoportable de la infancia (caprichos, balbuceos, desorientación). “Nadie te enseña a envejecer, no me jodas”, solía pensar al tercer vaso de clarete, resignado al trato misericordioso y a las actitudes maternales poco convincentes.
Su refugio se llamaba música. Del Carmina Burana a los boleros, pasando por el orfeón donostiarra y regresando siempre a Glen Miller. Amaba tanto como odiaba. Y eso, en un melómano ex socialista y católico, era digno de observar.
El día que conoció por primera vez aquel mapa sonoro, entendió. Lo entendió todo y se lamentó de haber alcanzado tan tarde ese conocimiento. En aquel espacio nunca cartografiado, que podía ser acantilado, interior de vagina, lluvia de estrellas, casa del siglo XIX o volcán apagado, cada segundo se descomponía en vigorosas sensaciones.
El aburrimiento era delicioso en aquel paraíso mental al que Toño accedió gracias a su pasión polifónica y a su hábito de interpretar los periódicos, las columnas de Arturo Pérez Reverte y algunos suplementos de información económica. Compartía isla con la pianista Alice Herz-Sommer, con una niña devoradora de novelas de misterio y con dos modelistas especializados en la recreación de batallas de la Segunda Guerra Mundial a escala 1:6. Pero había muchos más.
La fronda de este hábitat permanece a salvo de las crisis bursátiles y de los desvaríos de la política internacional. La leyenda dice que hay tres formas de barruntar este lugar: después de la lluvia (cuando los perros se desorientan con el cambio de registro que experimentan los olores), en el mar y disfrutando de un silencio consciente.
Toño la descubrió en medio de un concierto de una banda municipal de música. Oyó crujir la gravilla del suelo bajo sus pies y se miró la mano derecha de forma instintiva, como si no tuviera que estar allí o no fuera la misma. Desde entonces, este episodio le ocurrió varias veces mejorando notablemente su humor y aproximándolo a un sólido estado de bienestar.
Toño murió habiendo comprendido el significado del tiempo, pero añorando una segunda oportunidad, algo considerablemente contradictorio y no exento de humor.
En otra parte del globo terráqueo, alejada por tres husos horarios y algunos violentos desencuentros consanguíneos, vivía Elsa, que siempre fue Elsita para su familia y para todos. No sacó los ojos azules de su padre Toño, pero el color claro se entreveró con el verde materno, creando una mirada de gata pacífica y algo extraterrestre.
La niña siempre tuvo una mente imaginativa pero despistada. Esos atributos se concretaron en una desmedida pasión por las palabras y en un oficio precario. Elsa creció protegida de peligros y rodeada de gente mayor. De pequeña, creía ser lo suficientemente adulta para tomar decisiones y emprender importantes funciones en el mundo: encontrar un anillo extraviado, cuidar de un gato y dominar el mundo repartiendo justicia y galletas de limón.
La primera vez que se acercó a la isla del tiempo flotante fue una tarde de verano, en el cuarto de baño. Su reflejo le cogió desprevenida. La mampara de la ducha le devolvió la imagen de una persona que al principio le resultó extraña pero que reconoció al cabo de un segundo. “¿Así soy yo? Ah, pues sí”.

El impacto fue tal que su querido Nene, un monigote imaginario y transparente que le ayudaba a plantar lechugas en la cocina, desapareció para siempre. Aquel día comenzó un viaje sin retorno hacia la realidad, que ella decidió compaginar con prolongadas estancias en aquella isla de verdades, cascadas y siluros.